Imagino que nació en un patio con parras generosas y perfumes de madreselva. En un baldío con un charco donde rebota la luna para duplicarse en el cielo del suburbio. Me gusta creer que partió a reclinar su cansancio a otro lado, que salió por un rato a recostar su barba buena al arrullo del traqueteo de un carro somnoliento y lejano. Que se fue, que no está, dijeron los diarios. Que “Barbeta” había partido.
Había nacido el 1 de noviembre de 1907, en Añatuya, un pequeño pueblo de Santiago del Estero. Desde allí trajo su niñez atravesando una pampa que entonces era infinita para instalarse en el barrio de Boedo, en la esquina que da al terraplén y respira de zanjones olorosos.
Siendo un niño presenció, como Borges, como Carriego, “la luna en el cuadrado del patio, un hombre viejo con un gallo de riña, algo, cualquier cosa. Algo que no podremos recuperar…” Tal vez fue la jaula oxidada de un canario o la observación justa de González Castillo sobre una esquina cualquiera de Boedo lo que le exhibió el universo en una plenitud insólita: el barrio.
Ya Almafuerte y Carriego habían dado con ese misterio. Ya habían detenido su mirada en el suburbio como tema de la poesía, una revelación del milagro de lo sencillo y de la anécdota simple.
Recibió como ninguno la potencia de lo que está allí a la vista y por eso mismo pasa inadvertido; y construyó con “ojos cerrados de sueño” y “un ramito de ruda detrás de la oreja” (“Mano blanca”) hombres que no eran jinetes de corceles briosos, excepcionalmente “literarios”, sino carreros de caballos flacos que trotaban por los callejones volviendo al corralón.
Muchos ven en Manzi “el primero en convertir las palabras de los tangos en poesía” abriendo así el arduo camino que el género debió transitar para obtener licencia de reconocimiento en ciertas esferas cerradas de eso un poco místico, otro poco empalagoso, que llaman “las letras cultas”. De este modo fue Manzi, un indiscutido emblema de la renovación poética que el tango experimentó hacia la década del 40.
Lejos de la poesía de la métrica obsesiva y la academia, prefirió contarnos versos que vislumbraba entre las celosías.
Cuando Marechal juzgó el tango como “una posibilidad infinita”, probablemente venía de leer un manojo de versos de Homero.
En 1921 escribió el vals “¿Por qué no me besas?”, una obra que no obtuvo mayor notoriedad. Cinco años más tarde se conoció su tango “Viejo ciego” considerado como el hito inicial del nuevo horizonte que el poeta abre al tango:
“Con un lazarillo llegás por las noches trayendo las quejas del viejo violín, y en medio del humo parece un fantoche tu rara silueta de flaco rocín”.
Ciego era el personaje de Homero, como el otro Homero, el griego. Solamente que en Boedo los cíclopes andaban trajeados de negro, con un cuchillo en la faja; y las sirenas tuberculosas de Pompeya susurraban tangos y valses. El “Viejo ciego” era un presagio de la poética que se avecinaba, un anuncio de la elegía porteña.
Ninguna alusión al amor atormentado, ni al paisaje nocturno de la angustia y de la decadencia. Ninguna referencia a la “percanta” que “amura” ni a prostíbulos sórdidos donde la noche se hace más breve y el alba más dolorosa.
Precoz lector de Rubén Darío, se empapó acaso del mejor modernismo y reflejó algunos recursos lorquianos con eficacia y originalidad. Lució un lenguaje simple, desprovisto en general de lunfardismos. Con él supo construir imágenes que nos llegan hasta herirnos y nos hacen añorar un pasado ajeno, un recuerdo apócrifo de cosas perdidas que nunca tuvimos pero lloramos como propias.
Sintió la presencia del baldío atardecido con yuyos e inundaciones, de un interior remoto que conocía y que se adivinaba en las quintas cercanas; de los almacenes que se deshacen con el tiempo, sin testigos; de lo que se iría para siempre. Supo abrir una temática diferenciada de las entonces existentes, sobre la nostalgia de lo cotidiano.
En Aníbal Troilo encontró su mitad; en Sebastián Piana, la música oculta que su verso milonguero originalmente arrastra. Con él escribió “Milonga sentimental”, “Milonga del 900” -ambas grabadas por Gardel- y “Milonga triste”, entre otras.
El tiempo, con gran justicia, ha popularizado algunas de sus piezas mejores: “Malena”, con música de Demare, es una reunión de comparaciones insuperables:
“Tus ojos son oscuros como el olvido, tus labios apretados como el rencor, tus manos dos palomas que sienten frío, tus venas tienen sangre de bandoneón.”
“El último organito”, elegía y fábula arrabalera: “Las ruedas embarradas del último organito vendrán desde la tarde buscando el arrabal, con un caballo flaco, un rengo y un monito y un coro de muchachas vertidas de percal.”
“Eufemio Pizarro”, un culto respetuoso a esos hobres que son al mismo tiempo, realidad y leyenda.
“Decir Eufemio Pizarro es dibujar, sin querer, con el tizón de un cigarro la extraña gloria con barro y ayer de aquel señor de almacén.”
“Fuimos”, “De barro”, “Ninguna”, “El pescante” y “Barrio de tango” donde nos habla de “la luna chapaleando sobre el fango” y nos advierte del “misterio de adiós que siembra el tren”.
Periodista, docente, personaje clave en la historia del cine nacional, Manzi transitó con éxito diversos caminos en los escasos 44 años que vivió. Sus inquietudes políticas lo llevaron a las filas del yrigoyenismo. Más tarde fue expulsado del radicalismo por apoyar la candidatura de Juan Domingo Perón en 1945. Eran los tiempos de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina). Junto con Dellepiane, Jauretche, Scalabrini Ortiz, Manzi viró hacia el peronismo. “Nosotros no somos ni oficialistas ni opositores: somos revolucionarios” sentenció por radio una vez.
Asfixiado por la angustia de la muerte próxima, de la noche que no perdona, del tiempo que no repara, se eternizó en el cielo más noble al que un hombre puede aspirar: la tradición de un pueblo que lo silba y que lo canta… para siempre.
“Sur, paredón y después. Sur, una luz de almacén(…) Las calles y las lunas suburbanas y mi amor y tu ventana todo ha muerto ya lo sé….”
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