sábado, 25 de febrero de 2023

MONIKA ERTL: LA MUJER QUE VENGÓ A ERNESTO GUEVARA.

En 1953 llegó a Bolivia una hermosa adolescente alemana de solo dieciséis años que se llamaba Monika Ertl. Iba a reunirse con su padre, el cineasta bávaro y propagandista de las SS (Schutz Staffel: Escuadras de Protección de Hitler), Hans Ertl (Múnich 1908- Bolivia 2000), que había escapado de Alemania cinco años antes, junto con numerosos asesinos nazis involucrados en crímenes contra la humanidad, entre ellos, Klaus Barbie, el conocido «carnicero de Lyon», al cual Monika llamaba «tío». Los trayectos de escape terminaban en paraísos seguros como Argentina, Brasil, Chile, Paraguay, Uruguay y Bolivia. Esta milagrosa fuga se denominó ratlines o «ruta de las ratas», fenómeno que contó con el decidido apoyo de la Iglesia Católica y los servicios secretos de Estados Unidos.
Hans Ertl el padre de Monika llegó en un barco de la ratline y desembarcó en el archipiélago chileno de Juan Fernández, lugar donde realizó el documental Robinson en 1950. Luego viajó a Bolivia; se fascinó con la exuberancia de la selva, por lo que finalmente decidió establecerse en Chiquitania, un pequeño poblado a cien kilómetros de la ciudad de Santa Cruz en Bolivia. En 1951, compró una propiedad de 3,000 hectáreas en plena selva, entre la espesa vegetación brasileño-boliviana que llamó, nadie sabe por qué, «La Dolorida». En la sala principal, colgaba un retrato del papa Pio XII y afiches de películas que había realizado como camarógrafo junto a la conocida cineasta nazi, Leni Riefenstahl. Su vecino y amigo era nada menos que el futuro dictador boliviano, Hugo Banzer Suárez (1926-2002). Dos años más tarde, Hans recibía a su familia en una casa construida con material autóctono que fue el hogar hasta su muerte en el año 2000. Naturalmente, la enorme hacienda asombró a la joven Monika que esperaba encontrar a su padre en la clandestinidad como prófugo de la justicia europea y no como gran latifundista. «Es gracias al trabajo y esfuerzo», respondía él. Pero la pregunta que siguió flotando en la cabeza de Monika y que caía de cajón es de dónde realmente sacaban dinero e influencias los jerarcas nazis para mantener tal estándar de vida y sobornar a las autoridades locales.
La infancia de Monika transcurrió en una Alemania que vivía en medio de la convulsión nazi, en un círculo cerrado y racista en el que brillaban siniestros personajes del holocausto judío, no obstante, para ella eran amigos de la familia. De la potente propaganda nazi, ella admitía solamente las imágenes que filmaba su propio padre, pero no el contenido antijudío, puesto que tenía muchas amigas que asistían a la sinagoga y no eran los monstruos que anunciaban los medios de comunicación, el cinematógrafo y los muros de la ciudad. Ella adoraba el cine y a su padre, por eso cuando llegó a Bolivia aprendió el arte de su progenitor como camarógrafa y lo acompañó desde muy joven en las filmaciones que hacía en la selva, donde sufrió un primer impacto al encontrarse, a cada paso, con gente hambrienta y niños desnutridos. Comenzó a comprender lo que era la miseria de campesinos sin futuro que se arrastraba por siglos. Estudió en colegios autoritarios y como una forma de independizarse, al cumplir 21 años, Monika se casó con Hans «Juan» Harchies, un boliviano de ascendencia alemana dedicado a la minería y se estableció, primeramente, en el norte de Chile, cerca de las minas de cobre, más tarde frecuentó los yacimientos de Sewell, en la zona central del país y en ambas partes conoció la sombría existencia de los mineros chilenos.
A pesar de que su matrimonio duró diez años, con el tiempo se fue entibiando hasta convertirse en dos extraños que compartían una vivienda. Pensaban radicalmente diferente y miraban la vida con ópticas opuestas. Decidió separarse. Sin embargo, este tiempo no fue en vano para Monika. Conoció personalmente la desesperanza de los trabajadores en Chile y Bolivia, considerándolo un dilema latinoamericano con raíces más profundas que la «holgazanería de los pobres», como opinaba su marido. También dispuso de tiempo para leer y comprender que su padre, a pesar de quererlo mucho, pertenecía a un grupo de alemanes que perpetraron uno de los peores genocidios de la historia y que su exilio era, en realidad, una fuga de miles de criminales con pasaportes falsos otorgados por el Vaticano, bajo el mandato del papa Pio XII, el «papa de Hitler». Asimismo, descifró, a través de un historiador amigo, de dónde provenían (en parte) los recursos financieros para mantener el nivel de vida de los nazis en América Latina: dos días después del suicidio de Hitler, el 30 de abril de 1945, un destacamento de las SS, vestidos de civil, se abrieron paso entre las fuerzas aliadas llevando varios cofres de plomo escondidos entre pertenencias personales que dejaron en un lugar seguro. Los oficiales de la Gestapo se reúnen en Roma con el secretario de Estado Vaticano, monseñor Giovanni Battista Montini, más tarde el papa Pablo VI y cierran los acuerdos confidenciales que suministran a los oficiales de la SS, el respaldo financiero e institucional. Por otra parte, se enteró por su amigo que, en Flensburgo, base central de los submarinos nazis, cargaron cien toneladas de oro y otros metales preciosos en varias embarcaciones y el 28 de marzo 1945, los sumergibles germanos llegaron a las costas de San Clemente del Tuyú en Argentina donde los esperaban varios camiones. No alcanzó a pasar un mes y se realizaron diversos depósitos, con enormes cantidades, en diferentes bancos, a nombre de María Eva Duarte, esposa del presidente Perón de Argentina y así sucedió con numerosos gobernantes latinoamericanos. Grandes sumas de dinero, agregó el historiador, también provenían de la comercialización de las 600,000 obras de arte que saquearon a sus propietarios (Cranach, Van Gogh, Goya, Rembrandt, Rubens, Tiziano, Velázquez y Klimt, entre otros). Sin duda, disponían de enormes recursos para negociar y financiar cómodamente su estadía y conseguir el respaldo de los gobiernos locales, la Iglesia y de la CIA. Además, descubrió que su afectuoso «tío», Klaus Barbie, era el responsable en Francia de la muerte de 840 personas, entre ellas de 41 niños judíos.
Al principio, la sensibilidad social de Monika se volcó hacia las causas nobles; entre otras cosas, ayudó a fundar un hogar para huérfanos en La Paz, ahora convertido en hospital, pero se dio cuenta de que las obras de caridad eran migajas que no remediaban la condición de miseria que genera el subdesarrollo. En ese lapso, hizo amistad con la izquierda boliviana y comunistas alemanes, que fueron de importancia para su postura política. Fue así como a los 23 años, a finales de los 60, todavía casada, ingresó al ELN (Ejército de Liberación Nacional) de Bolivia. Inicialmente tuvo un papel más bien pasivo en la lucha guerrillera, pero dos hechos posteriores cambiaron su perspectiva: el 31 de agosto de 1967 muere en combate la argentina Haydee Tamara Bunke Bíder, conocida como «Tania la guerrillera» y el otro hecho que la conmocionó fue el asesinato del Che Guevara a quien ella admiraba profundamente. Para entender a Monika y su proceso personal, se hace necesaria una recapitulación del entorno político.
Entre 1966 y 1967 se activa la Guerrilla Boliviana, también llamada Guerrilla de Ñancahuazú, dirigida por Ernesto Guevara, quien organiza la incipiente rebelión, duramente combatida por el Ejército de Bolivia con la ayuda de Estados Unidos. En ese lapso, el ELN emprendió 22 batallas durante once meses en situaciones adversas, como lluvia y frío en terrenos hostiles, falta de agua y alimentos que exigieron una abrumadora cuota de sacrificio. El 7 de noviembre, llegan extenuados hasta la Quebrada del Yuro y, al día siguiente, el Che fue herido y apresado en una emboscada. Lo trasladaron a la escuelita La Higuera donde, sin éxito, trataron de interrogarlo. La CIA lo quería vivo para mostrar al mundo su victoria sobre el terrorismo, pero los generales bolivianos René Barrientos y Alfredo Ovando decidieron asesinarlo. Ovando opinó que «con la popularidad mundial que tiene este hombre, capaz que salga libre». La orden llegó el 8 de noviembre y la mañana siguiente, el suboficial Marcelo Terán Salazar, con su ametralladora, le descargó nueve tiros en el pecho. Más tarde, por órdenes del coronel y agente de la CIA, Roberto «Toto» Quintanilla Pereira, le cortaron las manos como trofeo del militar boliviano bajo la excusa que era para verificar las huellas digitales.
Estos sanguinarios hechos modificaron la perspectiva de Monika y, con esa profanación, el coronel Quintanilla firmó su sentencia de muerte. Desde entonces, la apacible Monika se propuso una misión de alto riesgo: vengar al Che Guevara en el momento que fuera posible. Se dedicó inicialmente a la reconstrucción del movimiento, ayudando a los combatientes que habían sobrevivido, particularmente a los hermanos Inti y Chato Peredo, incondicionales del Che en la dirección del ELN y, gracias a su capacidad de organización, se convirtió —bajo el nombre de batalla de Imilla— en uno de los principales dirigentes de la organización, participando directamente en acciones rebeldes como en el atraco a un banco para recaudar fondos. En 1969, Monika recibe otro golpe: el coronel Quintanilla da muerte a Guido «Inti» Peredo, después de torturarlo brutalmente en un operativo urbano calificado como «baño de sangre», asesorados por Klaus Barbie, que trabajaba en operaciones de inteligencia del Ministerio de Interior.
Aparte de ocuparse de las operaciones del ELN, a Monika le daba vueltas en su cabeza la idea de castigar el ultraje a su comandante Guevara y la muerte de sus compañeros. Cabe destacar que con Inti Peredo mantuvo una relación amorosa durante ese periodo. El militar boliviano figuraba en primer lugar como «blanco» de los guerrilleros. Por esta razón, en 1970, temiendo por su vida, el gobierno lo envía a Hamburgo como cónsul general. Cuando Monika se enteró, la idea comenzó a tomar cuerpo y resolvió que para la venganza ningún camino es largo. Viajó 11,000 kilómetros a su país natal y se instaló en Hamburgo.
La madrugada del día 1° de abril de 1971, Monika ajustó la falda, terminó de maquillarse para colocarse la peluca y acomodarse los guantes. Al mirarse al espejo, parecía una actriz de cine. Subió al metro algo nerviosa y descendió en la parada anterior a su lugar de destino. Caminó rápido hacia el consulado boliviano donde había solicitado una cita con el diplomático, presentándose como turista australiana. La secretaria la hizo pasar a la oficina del señor Quintanilla para que lo esperara. Su mirada recorre una imagen del lago Titicaca que colgaba en el muro, junto a diplomas militares y fotografías de él en uniforme. Ella palpó apaciblemente el arma liviana que llevaba en la cartera.
Quintanilla, conocido mujeriego, se engalanaba siempre que tenía una reunión con el sexo opuesto. Ese día vistió un traje oscuro, corbata de lana azul que contrastaba con la impecable camisa blanca y el bigote afeitado al estilo militar. Llegó a las nueve treinta y al entrar en su despacho quedó perplejo con la belleza de la mujer que lo aguardaba. Se acicaló el bigote con sus dedos y le preguntó con una sonrisa seductora «¿en qué puedo servirla?» Ella se levantó calmadamente, sacó el Colt 38 y le descerrajó tres certeros balazos en el pecho. En los segundos que apuntó, antes de apretar el gatillo, él se quedó inmóvil, como petrificado. Sabía que lo buscaban los guerrilleros, pero nunca pensó que la venganza lo sorprendería encarnada en una mujer tan atractiva de profundos ojos color del cielo. La secretaria, al escuchar los balazos, se encerró en el baño y al salir encontró, tirados en el piso, la peluca, la cartera, el arma y un trozo de papel donde se leía: «Victoria o Muerte. ELN».
Lo único que se logró descifrar fue que la pistola utilizada por Monika pertenecía al editor, político y activista comunista italiano, Giangiacomo Feltrinelli, quien en ese período se encontraba en la clandestinidad política. Nunca se pudo probar la autoría de la guerrillera, sin embargo, comenzó una cacería que atravesó países y continentes, siendo la mujer más buscada del mundo por los servicios bolivianos y la CIA. Fue vista en Francia y en Cuba, utilizando un pasaporte argentino, aunque al final regresó a Bolivia. Esta persecución solo encontró su fin cuando Monika fue apresada el 12 de mayo de 1973, en una emboscada que le tendió su «tío» Klaus Barbie que, por una casualidad, días antes la había reconocido en una plaza en La Paz vestida de hippie junto a un compañero de cabello largo. La siguieron por algunos días hasta que se produjo la encerrona en la cual fue arrestada, torturada y luego asesinada. El cuerpo nunca fue entregado a sus familiares y yace en una fosa común en algún lugar desconocido del país boliviano, destacando una vez más el lado invisible de una mujer que lucha por ideales de su época. Para algunos, su nombre quedó estampado como guerrillera, asesina o terrorista, pero para otros, como una mujer valiente que cumplió con una misión.
 
Nota:
 El coronel del Ejercito boliviano y agente de la CIA, Roberto Quintanilla Pereira, egresado de la Escuela de las Américas de Panamá: un cuadro táctico entrenado por las fuerzas especiales de los Estados Unidos en la lucha contrainsurgente.jefe de inteligencia de las fuerzas armadas de Bolivia y cónsul en Alemania, fue quien comando la captura del Che y el autor de la afrenta final, cuando mandara a mutilar las manos del Comandante Guevara.
 
 

 

viernes, 17 de febrero de 2023

ANGEL VILLOLDO ARROYO, PADRE DEL TANGO Y ABUSADOR DE LOS ALIAS.

por Teodoro Boot - Corría 1861 cuando en el barrio de Barracas nacía el llamado “Padre del Tango”. Era un 16 de febrero y a sus progenitores no se les ocurrió mejor conjuro contra los maleficios y las tentaciones de la mala vida que bautizarlo “Ángel”.
No dio resultado: ya desde niño Ángel Gregorio Villoldo Arroyo, quien abusaría de los alias (A. Gregorio, Fray Pimiento, Gregorio Giménez, Ángel Arroyo, Mario Reguero, Lope de la Verga, Antonio Techotra y otras lindezas de similar tenor) fue canillita, resero, cuarteador, clown en un circo de San Cristóbal, tipógrafo en el diario La Nación, hasta adecentarse tras su paso por quilombos y lupanares, como recitador, cantor, letrista y compositor. Diestro para el piano, el violín, la guitarra y la armónica, instrumentos estos dos que ejecutaba a un tiempo mediante un artilugio de su invención mediante el que la armónica estaba sujeta por una varilla por encima de la guitarra (décadas después, el artilugio inspiró al cantautor estadounidense Robert Allen Zimmerman, más conocido como Bob Dylan, quien a su vez inspiraría al también cantautor León Gieco, alias del cordobés Raúl Alberto Gieco, lo que vendría a demostrar sobradamente y por si hiciera falta, que, al decir del filósofo Macedonio Fernández, las ideas son del primero que las roba).
Cuando desmontaba la armónica, el Padre del Tango desentonaba con voz bastante más atiplada que la de sus dos mencionados seguidores, lo que parece haber sido del gusto de la época ya que pronto le proporcionó fama en bodegones y casas de malvivir.
Gran amigo de otros frecuentadores de quilombos, como el actor y cajetilla Florencio Parravicini, el oriental Alfredo Eusebio Gobbi (con quien en 1903 y patrocinados por las grandes tiendas Gath y Chávez marcharía a Europa) y Rosendo Mendizábal (quien de no haber sido negro y malgastado su dinero en prostitutas, para luego vivir de ellas, o más precisamente de sus clientes, tocando el piano en los burdeles, tras componer su magnífico tema “El entrerriano”, podría con mucha mayor justicia ser considerado el auténtico Padre del Tango.
De pluma fácil y procaz ingenio, Ángel Gregorio escribió coplas para comparsas carnavalescas y numerosos poemas y prosas para famosas revistas de la época, como Caras y Caretas, Fray Mocho y P.B.T., así como piezas teatrales («Fosforito», «El Mayordomo» y «Los Nocheros»), representadas en el teatro Roma por sus amigos Pepita Avellaneda y el mencionado Parravicini.
Su chispa y fácil verba le sirvieron para entreverarse con payadores y brindar actuaciones poco académicas y por lo general de decidido mal gusto,pero descolló como compositor de temas como “El Porteñito”, “El esquinazo”, “La budinera”, “Soy tremendo”, “Cantar eterno”, “”Arrimate vida mía”, “Pasionarias”, Beso criollo, “Chiflale que va a venir”, “Cuerpo de alambre”, “De farra en el cabaret”, “El ñato Romero”,
“El pinchazo”, “La pipeta”, “Papita pa'l loro”, “Sacame una película gordito”, “Te la di chanta”, “Yunta brava”, “La morocha”, “La reja o “¡Cuidado con los cincuenta!" (en alusión al edicto policial que prohibía piropear a las damas surgido del caletre del inefable coronel Ramón Falcón) y muchos temas más, en un mundo en permanente transformación y decadencia, hoy considerados “clásicos”. No obstante es básicamente recordado por “El choclo”, gracias al menosprecio del que sería víctima el arte de Rosendo Mendizábal, tenido por auténtico himno nacional antes de que, para unánime y justificada indignación oriental, a una delegación olímpica argentina se le diera por desfilar al ritmo de “La comparsita”, festiva marchita salida del magín de un joven estudiante uruguayo.
En vista de los gustos y antecedentes de Ángel Gregorio, sería fácil deducir a qué aludiría el título de este tango-milonga, en auténtico 2x4, creado en el año 1905, cuando todavía en los locales decentes estaba prohibida la interpretación de la música prostibularia. No obstante, con su amigo José Luis Roncallo, director de una orquesta de música clásica en el Restaurante Americano, lo presentaban como Danza Criolla, lo que les permitió interpretarlo noche tras noche con la consiguiente buena acogida y entusiasmo del público.
Pero jamás podrá saberse si Ángel Gregorio había optado por tomar por la buena senda o si continuaba burlándose de las personas decentes. Para el polígrafo Carlos Manus, el título del emblemático tango proviene de las costumbres de una fonda de también equívoco nombre, a la que Ángel Gregorio concurría con asiduidad. En “El Pinchazo”, ubicada en el pasaje Carabelas, se cocinaban tan enormes como inocentes pucheros en humeante olla de hierro en la que, por diez centavos adicionales al precio del caldo, el interesado podía introducir un largo pincho y sacar un ingrediente, siendo el choclo no sólo la pieza más codiciada, sino la que inevitablemente embocaba Ángel Gregorio.
La letra de la primera versión parece desmentir al ilustre estudioso, ya que no alude a ninguna clase de puchero ni a nada lógico o medianamente comprensible:
De un grano nace la planta
que más tarde nos da el choclo
por eso de la garganta
dijo que estaba humilloso.
Y yo como no soy otro
más que un tanguero de fama
murmuro con alborozo
está muy de la banana...
Más tarde, será el propio autor del desatino quien, bajo el título de “Cariño puro”, le agregará nueva letra, sin que el extraño diálogo resultante consiga aclararnos el misterio:
Ay mi china que tengo mucho que hablarte,
de una cosa que a vos no te va a gustar
Largá el rollo que escucho y explicate
Lo que pases no es tontera,
pues te juro que te digo la verdad.
Dame un beso no me vengas con chanela
dejate de tonteras, no me hagas esperar.
Pero tampoco conseguirá otorgarle alguna lógica el cantor y compositor Juan Carlos Marambio Catán, quien en 1930 y a pedido de la hermana del ya fallecido Ángel Gregorio hizo una nueva letra que tuvo la virtud de aportar aun mayor confusión:
Fue aquella noche
que todavía me aterra
cuando ella que era mía
jugó con mi pasión.
Y en duelo a muerte
con quien robó mi vida
mi daga gaucha
partió su corazón
Sin embargo, advertido por la señora Irene Villoldo de que El Choclo al que aludía su hermano no era el fruto de una gramínea mi mucho menos lo que todos estaban malpensando, sino el apodo que a raíz del color de su pelambre había recibido un malevo con parada en la intersección de las calles Lavalle y Junín, luego de hacerlo amasijar a su rival, el poeta obliga al engañado guapo a declarar:
Y me llamaban
El Choclo, compañero;
tallé en los entreveros
seguro y fajador.
Cuando en 1947, el director de cine Luis Buñuel, precursor español del surrealismo, quiso incluirlo para su película “El gran casino” (también conocida como “En el viejo Tampico”) a ser protagonizada por Jorge Negrete y Libertad Lamarque, la diva y cancionista argentina, muy razonable y realísticamente adujo que no se trataba de un tema adecuado para ser cantado por una señora, tanto de la mala como de la buena vida, de resultas de lo cual el poeta Enrique Santos Discépolo elaboraría otra letra, firmando un convenio con Marambio Catán, “atenta la participación de ambos autores”, según el cual las regalías se repartirían por mitades.
La nueva letra, debe admitirse a casi cuarenta años del fallecimiento de Marambio Catán, elaborada enteramente por Discépolo, ha sido la más difundida y la que mejor se adapta al ritmo y la melodía originales, aunque ya extraviando en forma definitiva la razón del título y tal vez hasta la razón a secas, al agregar un nuevo y extravagante personaje: Carancanfunfa, quien tras hacerse al mar con una misteriosa bandera
en un pernód mezcló a París con Puente Alsina.
Fuiste compadre del gavión y de la mina,
y hasta comadre del bacán y la pebeta.
Ángel Gregorio Villoldo Arroyo, aun sin saber el derrotero que correría su milonga y convertido en un personaje de los detestables y depresivos tangos del futuro, tan diferentes de los festivos temas de su autoría, moriría pobre y entristecido a raíz de la demencia que sorpresivamente aquejó a la mujer que amaba. Afiliado en París a la Sociedad Francesa de Autores y fundador en nuestro país de la Sociedad del Pequeño Derecho, entidad precursora de SADAIC, este pionero de la lucha por los derechos autorales jamás cobraría un peso en concepto de regalías por ninguna de sus obras. El primer cheque le llegó, proveniente de Francia, cuando ya había sido asesinado por un tranvía, un infausto 14 de octubre de 1919.
por Teodoro Boot

Corría 1861 cuando en el barrio de Barracas nacía el llamado “Padre del Tango”. Era un 16 de febrero y a sus progenitores no se les ocurrió mejor conjuro contra los maleficios y las tentaciones de la mala vida que bautizarlo “Ángel”.
No dio resultado: ya desde niño Ángel Gregorio Villoldo Arroyo, quien abusaría de los alias (A. Gregorio, Fray Pimiento, Gregorio Giménez, Ángel Arroyo, Mario Reguero, Lope de la Verga, Antonio Techotra y otras lindezas de similar tenor) fue canillita, resero, cuarteador, clown en un circo de San Cristóbal, tipógrafo en el diario La Nación, hasta adecentarse tras su paso por quilombos y lupanares, como recitador, cantor, letrista y compositor. Diestro para el piano, el violín, la guitarra y la armónica, instrumentos estos dos que ejecutaba a un tiempo mediante un artilugio de su invención mediante el que la armónica estaba sujeta por una varilla por encima de la guitarra (décadas después, el artilugio inspiró al cantautor estadounidense Robert Allen Zimmerman, más conocido como Bob Dylan, quien a su vez inspiraría al también cantautor León Gieco, alias del cordobés Raúl Alberto Gieco, lo que vendría a demostrar sobradamente y por si hiciera falta, que, al decir del filósofo Macedonio Fernández, las ideas son del primero que las roba).
Cuando desmontaba la armónica, el Padre del Tango desentonaba con voz bastante más atiplada que la de sus dos mencionados seguidores, lo que parece haber sido del gusto de la época ya que pronto le proporcionó fama en bodegones y casas de malvivir.
Gran amigo de otros frecuentadores de quilombos, como el actor y cajetilla Florencio Parravicini, el oriental Alfredo Eusebio Gobbi (con quien en 1903 y patrocinados por las grandes tiendas Gath y Chávez marcharía a Europa) y Rosendo Mendizábal (quien de no haber sido negro y malgastado su dinero en prostitutas, para luego vivir de ellas, o más precisamente de sus clientes, tocando el piano en los burdeles, tras componer su magnífico tema “El entrerriano” – https://www.youtube.com/watch?v=LQWg-zeHKUg –, podría con mucha mayor justicia ser considerado el auténtico Padre del Tango).
De pluma fácil y procaz ingenio, Ángel Gregorio escribió coplas para comparsas carnavalescas y numerosos poemas y prosas para famosas revistas de la época, como Caras y Caretas, Fray Mocho y P.B.T., así como piezas teatrales («Fosforito», «El Mayordomo» y «Los Nocheros»), representadas en el teatro Roma por sus amigos Pepita Avellaneda y el mencionado Parravicini.
Su chispa y fácil verba le sirvieron para entreverarse con payadores y brindar actuaciones poco académicas y por lo general de decidido mal gusto,pero descolló como compositor de temas como “El Porteñito”, “El esquinazo”, “La budinera”, “Soy tremendo”, “Cantar eterno”, “”Arrimate vida mía”, “Pasionarias”, Beso criollo, “Chiflale que va a venir”, “Cuerpo de alambre”, “De farra en el cabaret”, “El ñato Romero”,
“El pinchazo”, “La pipeta”, “Papita pa'l loro”, “Sacame una película gordito”, “Te la di chanta”, “Yunta brava”, “La morocha”, “La reja o “¡Cuidado con los cincuenta!" (en alusión al edicto policial que prohibía piropear a las damas surgido del caletre del inefable coronel Ramón Falcón) y muchos temas más, en un mundo en permanente transformación y decadencia, hoy considerados “clásicos”. No obstante es básicamente recordado por “El choclo”, gracias al menosprecio del que sería víctima el arte de Rosendo Mendizábal, tenido por auténtico himno nacional antes de que, para unánime y justificada indignación oriental, a una delegación olímpica argentina se le diera por desfilar al ritmo de “La comparsita”, festiva marchita salida del magín de un joven estudiante uruguayo.
En vista de los gustos y antecedentes de Ángel Gregorio, sería fácil deducir a qué aludiría el título de este tango-milonga, en auténtico 2x4, creado en el año 1905, cuando todavía en los locales decentes estaba prohibida la interpretación de la música prostibularia. No obstante, con su amigo José Luis Roncallo, director de una orquesta de música clásica en el Restaurante Americano, lo presentaban como Danza Criolla, lo que les permitió interpretarlo noche tras noche con la consiguiente buena acogida y entusiasmo del público.
Pero jamás podrá saberse si Ángel Gregorio había optado por tomar por la buena senda o si continuaba burlándose de las personas decentes. Para el polígrafo Carlos Manus, el título del emblemático tango proviene de las costumbres de una fonda de también equívoco nombre, a la que Ángel Gregorio concurría con asiduidad. En “El Pinchazo”, ubicada en el pasaje Carabelas, se cocinaban tan enormes como inocentes pucheros en humeante olla de hierro en la que, por diez centavos adicionales al precio del caldo, el interesado podía introducir un largo pincho y sacar un ingrediente, siendo el choclo no sólo la pieza más codiciada, sino la que inevitablemente embocaba Ángel Gregorio.
La letra de la primera versión parece desmentir al ilustre estudioso, ya que no alude a ninguna clase de puchero ni a nada lógico o medianamente comprensible:
De un grano nace la planta
que más tarde nos da el choclo
por eso de la garganta
dijo que estaba humilloso.
Y yo como no soy otro
más que un tanguero de fama
murmuro con alborozo
está muy de la banana...
Más tarde, será el propio autor del desatino quien, bajo el título de “Cariño puro”, le agregará nueva letra, sin que el extraño diálogo resultante consiga aclararnos el misterio:
Ay mi china que tengo mucho que hablarte,
de una cosa que a vos no te va a gustar
Largá el rollo que escucho y explicate
Lo que pases no es tontera,
pues te juro que te digo la verdad.
Dame un beso no me vengas con chanela
dejate de tonteras, no me hagas esperar.
Pero tampoco conseguirá otorgarle alguna lógica el cantor y compositor Juan Carlos Marambio Catán, quien en 1930 y a pedido de la hermana del ya fallecido Ángel Gregorio hizo una nueva letra que tuvo la virtud de aportar aun mayor confusión:
Fue aquella noche
que todavía me aterra
cuando ella que era mía
jugó con mi pasión.
Y en duelo a muerte
con quien robó mi vida
mi daga gaucha
partió su corazón
Sin embargo, advertido por la señora Irene Villoldo de que El Choclo al que aludía su hermano no era el fruto de una gramínea mi mucho menos lo que todos estaban malpensando, sino el apodo que a raíz del color de su pelambre había recibido un malevo con parada en la intersección de las calles Lavalle y Junín, luego de hacerlo amasijar a su rival, el poeta obliga al engañado guapo a declarar:
Y me llamaban
El Choclo, compañero;
tallé en los entreveros
seguro y fajador.
Cuando en 1947, el director de cine Luis Buñuel, precursor español del surrealismo, quiso incluirlo para su película “El gran casino” (también conocida como “En el viejo Tampico”) a ser protagonizada por Jorge Negrete y Libertad Lamarque, la diva y cancionista argentina, muy razonable y realísticamente adujo que no se trataba de un tema adecuado para ser cantado por una señora, tanto de la mala como de la buena vida, de resultas de lo cual el poeta Enrique Santos Discépolo elaboraría otra letra, firmando un convenio con Marambio Catán, “atenta la participación de ambos autores”, según el cual las regalías se repartirían por mitades.
La nueva letra, debe admitirse a casi cuarenta años del fallecimiento de Marambio Catán, elaborada enteramente por Discépolo, ha sido la más difundida y la que mejor se adapta al ritmo y la melodía originales, aunque ya extraviando en forma definitiva la razón del título y tal vez hasta la razón a secas, al agregar un nuevo y extravagante personaje: Carancanfunfa, quien tras hacerse al mar con una misteriosa bandera
en un pernód mezcló a París con Puente Alsina.
Fuiste compadre del gavión y de la mina,
y hasta comadre del bacán y la pebeta.
Ángel Gregorio Villoldo Arroyo, aun sin saber el derrotero que correría su milonga y convertido en un personaje de los detestables y depresivos tangos del futuro, tan diferentes de los festivos temas de su autoría, moriría pobre y entristecido a raíz de la demencia que sorpresivamente aquejó a la mujer que amaba. Afiliado en París a la Sociedad Francesa de Autores y fundador en nuestro país de la Sociedad del Pequeño Derecho, entidad precursora de SADAIC, este pionero de la lucha por los derechos autorales jamás cobraría un peso en concepto de regalías por ninguna de sus obras. El primer cheque le llegó, proveniente de Francia, cuando ya había sido asesinado por un tranvía, un infausto 14 de octubre de 1919.

sábado, 11 de febrero de 2023

CRÓNICA DEL FUGAZ PASO POR LA LITERATURA, DE CLARA BETER, LA VOZ ANGUSTIOSA DE LOS LUPANARES.

por Teodoro Boot - Hacia fines del siglo XIX y principios del XX la trata de blancas era un próspero negocio en Buenos Aires, Rosario, Montevideo, Río de Janeiro y otras grandes ciudades sudamericanas. 

Las mismas razones que en Europa llevaban a tantos hombres solos a dejar atrás su tierra, sus parientes y, en algunos casos, hasta sus esposas e hijos a fin de labrarse un porvenir en América, eran las que hacían tan rentable la provisión de compañía femenina reclutada, preferentemente en las pequeñas aldeas judías del este de Europa, perseguidas por los pogromos y los tradicionales brotes de antisemitismo fomentados desde antiguo por las clases dirigentes.

Como una suerte de Jewish Colonization Association (creada por el barón Hirsch para facilitar la emigración masiva de judíos rusos y polacos a Canadá. Brasil y Argentina), en 1889 se conformaba en Buenos Aires el auto denominado “Club de los 40”, una asociación de proxenetas judíos para hacer, al fin y al cabo, lo que cualquier grupo de inmigrantes: prestarse ayuda mutua, intercambiar información y compartir  estrategias de supervivencia.

Desde luego, la trata de blancas no era privativa de los judíos rusos y polacos, ya que existían organizaciones de distintas nacionalidades, pero sólo la temible mafia marsellesa podía hacerle sombra al Club de los 40 que, en 1906, bajo la protección del caudillo conservador Alberto Barceló, propietario de varios prostíbulos, conformará la "Sociedad Israelita de Socorros Mutuos Varsovia de Barracas al Sud y Buenos Aires”.

 Con el tiempo y ante las protestas del gobierno polaco, la asociación mutual aceptó cambiarse el nombre y se denominó Zwi Migdal, que en sus momentos de apogeo llegó a agrupar a más de 400 rufianes y, con sede en Buenos Aires, tenía filiales en Brasil, Varsovia, Nueva York, India, China y Sudáfrica. Su especialidad: las jóvenes judías, que en gran número de casos eran traídas con engaños y promesas de trabajo y hasta matrimonio.

Independientemente de si muchas de esas chicas hubieran ejercido antes la prostitución o si eran inocentes jovencitas engañadas, su condición de esclavas sexuales era indiscutible y no sólo eran violadas y metidas en jaulas no bien subían al barco, sino rematadas al mejor postor en el café Parisienne de avenida Alvear 3184 y luego obligadas a atender un promedio de 70 clientes diarios.

Fue entonces que, a mediados de los años 20, desde la ciudad de Rosario, una de estas jóvenes, víctimas inocentes del engaño y la explotación sexual llamada Clara Beter, se las ingenia para hacer llegar un poema al conventillo de la calle Boedo 837/41, donde funcionaban la librería, cigarrería y editorial de Francisco Munner, el taller del impresor gallego Manuel Lorenzo Rañó y la Cooperativa Editorial Claridad de Antonio Zamora, y se había ido formando una tertulia de jóvenes escritores, gente de teatro y artistas plásticos unidos por el amor a las artes y un común anhelo de redención y justicia social.

Luego del entusiasmo que despierta “Versos a Tatiana Pavlova” (“Mas, pasaron los años y nos llevó la vida/por distintos senderos: tú eres grande ¿y feliz?/ y yo... Tatiana, buena Tatiana, si te digo/que soy una cualquiera, ¿no te reirás de mí?”), un animoso Elías Castelnuovo, líder intelectual de la tertulia, propone contactar a la autora.

“Rezuman demasiada verdad los versos para atribuirlos a una imaginación desgobernada. Clara Beter existe”, sentenció Castelnuovo.

Y así llegan  “Quicio” (“Me entrego a todos, mas no soy de nadie/ para ganarme el pan vendo mi cuerpo/¿qué he de vender para guardar intactos/ mi corazón, mis penas y mis sueños?”) y gradualmente otros 42 poemas, precedidos por el aleccionador epígrafe: “Entonces Jesús dijo: ‘Aquél de vosotros que se halle exento de pecado, que arroje la primera piedra’”.

En 1926, como octavo volumen de la serie “Los Nuevos”, la editorial Claridad publica “Versos de una…”, de la novel autora, con un enjundiosos prólogo en el que, tras apostrofar “a los nuevos poetas fanáticos de la imagen por la imagen”, Elías Castelnuovo afirma que “Clara Beter es la voz angustiosa de los lupanares. Ella, reivindica con sus versos la infamia de todas las mujeres infames. Todos estos escritores traen un elemento nuevo a nuestra literatura: la piedad. Ella cayó y se levantó y ahora nos nuestra la historia de sus caídas. Cada composición señala una etapa recorrida en el infierno social de su vida pasada. Esta mujer se distingue completamente de las otras mujeres que hacen versos por su espantosa sinceridad”.

A los pocos días de publicado el volumen –que llegará a vender nada menos que cien mil ejemplares– el respetadísimo crítico uruguayo Alberto Zum Felde consagra a Clara Beter su glosa del diario “El Día” de Montevideo, comentando la desgarradora tragedia del alma sensible e intelectiva que percibía en la desconocida escritora, y llega a alucinar una biografía en la que, no obstante Clara Beter hace referencia explícita a “la Ukrania natal”, le atribuye origen polaco.

Castelnuovo, empeñado en convencer a la prostituta de escribir una novela y a la vez intrigado por el hecho de que dos de los poemas estuvieran mecanografiados, encomienda a dos amigos –el escultor Herminio Blotta y el escritor Angel Rodríguez– dirigirse la pensión de la calle Estanislao Zeballos de la ciudad de Rosario, que Clara Beter consignaba en el remitente de cada una de sus cartas.

No habiendo podido dar con ella, deambulan por las barriadas prostibularias hasta que sorprenden a una prostituta francesa escribiendo un epitafio rimado para la tumba de un hijo que acababa de perder.

–¡Vos sos Clara Beter! –exclama Abel Rodríguez tomándola por los hombros. E intenta besarla mientras exclama–: ¡Hermana! ¡Hermana! ¡Venimos a salvarte!

Sólo la intervención de un agente de policía y la nacionalidad francesa de la meretriz pudieron calmar al exaltado escritor quien, al no poder encontrar información alguna sobre la poetisa, atribuyó su enigmática desaparición a motivos de recato, por tratarse de una ex-mantenida o, tal vez, hasta de una mujer casada deseosa de ocultar su turbio pasado.

El halo de romanticismo que rodeaba a la misteriosa poetisa no hace más que aumentar y, junto a los ejemplares de “Versos de una….” que Zamora distribuía en todas las capitales latinoamericanas, su fama va mucho más allá y su obra es comentada en Santiago de Chile, Lima, Costa Rica… hasta que Israel Zeitlin, un joven repartidor de soda que aun no había cumplido los 18 años y que participaba de las tertulias bajo el alias de César Tiempo tratando de hacerse de un lugar entre los literatos, confiesa: Clara Beter soy yo.

Sugestionado por la recomendación que Platón le atribuye a Sócrates de que  “Un poeta, para ser un verdadero poeta no debe componer discursos en verso, sino inventar ficciones” y, sobre todo, dirá tiempo después en tercera persona, “…ganoso de dar candonga a los camaradas mayores que se resistían a creer en los talentos del mequetrefe, el tal escribe una poesía dedicada a Tatiana Pavlova, la gran actriz ítalo-rusa que por aquel entonces arrebataba al público de Buenos Aires desde el escenario de un teatro porteño.”

En el poema, la supuesta autora se dirige a Tatiana, preguntándole si no se acuerda de su amiga de la infancia Kátinka (“esa rubia pecosa, nieta del molinero,/ la del número 8 de Poltávaia Úlitcha/ con quien ibas al Dnieper a correr sobre el hielo?”) nombre de la protagonista de “Resurrección”, novela de Tolstoi de gran popularidad en esos años. Y, como si las pistas no hubieran sido suficientes, el joven botarate usa el “gorkiano apellido ‘Beter’, amargo”.

Pero cuando hay ganas de creer, hasta los ateos creen.

Una tarde aciaga, el joven había deslizado los versos de su poema entre los originales de la revista “Claridad”, donde Castelnuovo y los otros colaboradores –entre ellos el propio autor de la cachada– los “descubren”.

Y puesto que una cosa lleva a la otra, ante el interés manifiesto de Castelnuovo, el joven atribuye a la prostituta poeta el domicilio de la pensión de la calle Estanislao Zeballos donde vivía su amigo Manuel Kirshbaum “dueño de una caligrafía pasmosamente parecida a la de Alfonsina Storni”, confesará el malhechor.

Si bien César Tiempo será expulsado del grupo de Boedo, a partir de ese momento merecerá el respeto por la calidad de su poesía que su corta edad le habían impedido obtener, recibiendo a cambio el negro odio de muchos de sus viejos amigos.

 “No era una prostituta –declaró resentido Elías Castelnuovo– sino un prostituto”