La realidad suele tener tan poco encanto.Tan poco misterio. Recién llegado a Buenos Aires, en mi cama, al costado, para ni vacilar cuando tengo insomnio o una idea que creo buena o una mujer o todo eso incompatiblemente junto. Y una botella de agua, en un escritorio pequeño. Con un cenicero que no es tal sino un recipiente que por magia de las mudanzas encontré en la alacena de la cocina. Y tengo el mate. Y una hoja con algunas anotaciones a mano que se va llenando de polvo y nada más. Atrás, arriba de unos cajones entre pullóveres y camperas los libros que me mandan y voy de a poco regalando y aveces algunos leo y películas y revistas que van amontonándose. Pongo un disco y empiezo a teclear. El mate se me enfría. El tiempo me suspende, hasta en los entretiempos y contratiempos. Y nada más. ¿A quién puede importarle?
La persiana rota. Los personajes que invento. Las cosas que se cuelan. Atender, a veces, el teléfono. Ir hasta el baño, acá a dos pasos. Lavarme la cara. Cepillarme los dientes. Ducharme. Salir caminando un rato por el barrio de gente maximalista. Las manos en los bolsillos. Una parada para comer de parado. Llamando a algún amigo. Ir a la radio. Pasarla bien con amigos. Seguir la noche tomando un café en los alrededores o volverme como entre nieblas a terminar un escrito, desgrabar coordenadas de lo poco vivido y contado. Ir a las redes sociales cuando me aburro. Al otro día esforzarme por levantarme en horario convencional. Cobrar y pagar cuentas. Elegir verduras. Organizar una madrugada solitario con largas sesiones de cocina y escritura. Los días corren mientras tanto. Tirado en el sofá con las piernas descalzas apoyadas en la mesa leyendo un libro. Atender el teléfono. Ir a algún lado. Acordarme de cosas. Tomar un colectivo. Entre nervios que te hacen torpe o momentos de calma infinita. Condenado. Enojado. Riéndome. O con una tristeza de puta madre mientras me ducho. Mirando a la ventana. Sentado en la banquina. Esperando algo que venga, que llegue, que le de sentido a todo. Con un mayor escepticismo atribuible cómodamente a los años. Que van pasando. Hacia, quién sabe donde. Ese lugar donde se acaban las historias que podés leer y podés escribir.
Lucas Carrasco (2012)
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