lunes, 17 de junio de 2013

El reencuentro

por Ellé Otíbel

Se decidió a hablar con ella una tarde cualquiera, en la que la búsqueda de
respuestas que trascendieran las costumbres del hábito se le imponía por azar o por convicción. Se dirigió entonces a una caverna solitaria, donde apenas se oía el ruido del viento.

Necesitaba hablarle. Encontrarse con esa mujer casi desconocida desde su adultez irreversible. Dibujarla de nuevo en su memoria. Conectarse con el olor de esas manos que alguna vez habían acariciado sus despertares. Reconstruir su rostro y volver a acariciarlo. Saltar nuevamente sobre  su cuerpo moribundo y que ella volviera a decirles   a todos que la dejaran, que era sólo una niña y que podía permitirse ser  desatinada, porque sólo un niño inconciente puede bailar y saltar alrededor de un moribundo como si nada desgarrador fuera a suceder, como si la sola presencia de la madre le augurara un mundo siempre uterino, nutricio, predecible.

Necesitaba escuchar de su boca lo que le contaban que  la mujer decía y gritaba a los cuatro vientos, que no había otra tan hermosa como ella, ni tan buena hija, ni tan primorosa para lucir aquellas ropas que cosía hasta el alba con sus manos. Llorar no sólo si lo trágico lo ameritaba, volver a transitar los caprichos de sus tres años y que ella estuviera ahí  para abrazarla y darle el gusto, con el único fin de evitarle cualquier mínimo padecimiento.

Recuperar el sonido de su voz, con aquella agudez musical, plagada de romerías y muñeiras, deseándole lo mejor del mundo cuando sólo era un pequeño montoncito de células creciendo en su vientre.

Entender el porqué de las tristezas de su madre y ponerle nombre al estallido prematuro y mortal de su sangre, cuando en apariencia lo tenía todo para ser dichosa.

Escuchar de su boca qué se siente al saber que la madre de una desanudaba los engorros del hambre de la posguerra amamantando a niños cubanos de familias ricas, calcificando los sueños de vaya uno a saber qué huesos, y rogando que, por lo menos, aquella privación de mujer pobre hubiera germinado en rebeliones.

Saber qué había sentido ante su muerte , viendo cómo el tifus la reducía a despojos y la pobreza alejaba a los médicos. Entender por qué decía con tanta recurrencia y siendo tan joven, que había logrado ser tan feliz que podía morirse en paz, si se supone que uno sólo se muere en paz cuando ya ha cumplido su misión en esta vida, cuando ha logrado trascender y aprender todo lo que el devenir le ha deparado  para seguir en camino.

Quería contarle cuánto le había costado convertirse en mujer sin su presencia,  cómo tuvo que buscarla en otras mujeres que por intuición había sentido que tenían algo de ella. Sabía que tenían en común el gusto por dilatar el comienzo del día, seguramente en franca rebeldía contra los obligados despertares infantiles de la madre, que por necesidad campesina debían coincidir con el canto de los gallos.

Sabía también que, sin dejar de lado sus raíces, ella se había  acostumbrado muy rápido a las bendiciones de aquel Buenos Aires que allá por fines de los cincuenta era una fiesta en comparación con la Galicia de la posguerra. Esa capacidad de adaptarse rápido a los placeres la había heredado su hermana, que luego de intentar develar a través del conocimiento el sentido completo de la existencia, y, tal vez, como modo de reparar lo inexplicable de la muerte, había elegido pasárselo lo mejor posible y disfrutar hasta que se acabara el mundo. Es cierto que su elección fue transitar caminos  demasiado narcisistas, con los que ella no acordaba en absoluto y que las distanciaban de modo casi irreparable, pero se había propuesto encarecidamente no juzgarla. Bastante tenía ya con soportar también su ausencia.

Conocía por los relatos de todos los que se empeñan en desgarrar la ausencia con cuentos sobre los muertos, que sus padres habían vivido un amor de esos que perturban el alma y los sentidos, en los que el cuerpo y el espíritu se revolucionan con la convocatoria de la piel y el frenesí del encuentro de lo que es análogo y opuesto a la vez. Sabía también que la pobreza los había llevado a unirse frente a Dios y a separar la convivencia, porque querían amarse sin censuras externas ni internas, pero no tenían ni un centavo para planear una vida juntos.

Le habría gustado tenerla a su lado para significar sus elecciones, para escuchar su  lucidez  de mujer valiente o, tal vez para que le mostrara sus contradicciones y debilidades y la ayudara a echar luz sobre las propias. Para escuchar de su boca cuánto de real y de fantástico tenía en verdad la madre que aquella muerte prematura  la había obligado a construir en su cabeza y en su corazón.

Se había hecho fuerte por obligación. No había tenido demasiadas opciones. La vida la enfrentó al desgarro de la ausencia a los cuatro años .Entonces, había comprimido   todo su amor filial en el maravilloso padre que la mujer había elegido para ella.

El hombre mago la convirtió en una persona digna, luchadora, generosa. Como buen padre y varón, enjugó sus lágrimas y curó sus heridas, pero no le dio tiempo para llorar demasiado.

Él le habló mucho de sus fortalezas espirituales, y, sobre todo, le dio de mamar las suyas. Le hizo aprender a encontrar maravillas y significados en las pequeñas cosas.

Él nunca había tenido grandes ambiciones, salvo la satisfacción y el orgullo de poder dormir con la conciencia tranquila.

A veces, ella no lo comprendía y la  enojaban sus rigideces,  pero lo cierto es que, si su presencia en su vida hubiera sido optativa, lo habría elegido voluntariamente como padre para ella y como abuelo para sus hijos. Era uno de esos seres que pueden rescatarlo a uno de cualquier infierno, sólo con el milagro cotidiano del sabor dulzón de un jugo de naranjas exprimido, preparado a la hora indicada, para revelarnos en ese acto de amor que nada puede ser tan terrible como parece. Comprimía lo femenino y lo masculino en un solo ser, y eso era, seguramente, lo que más los unía.

De pronto, una brisa ligera le acarició el rostro. Pareció despertar de sus cavilaciones y se dirigió a la salida de la caverna.

Se quitó los zapatos y pisó la tierra húmeda. Cerró los ojos y se dejó llevar por la fluidez del viento.

Entonces, y con absoluta claridad, se percibió atravesando un túnel, despojada de su cuerpo actual, ingrávida, atemporal.

Se escuchó llorar con el jadeo de sus cinco años y se divisó también con una ronquera anciana. Se palpó en las caderas las turgencias adolescentes y, al mismo tiempo, descubrió en su cabellera las primeras canas y el cansancio de los huesos seniles. Vio sus manos infantiles con las uñas mordidas y, a la vez, sembradas de las manchas ocres del tiempo y de venas como caminos.

Al final del túnel, una mano tibia le acarició la frente.

Entonces, optó por renacer…
 

Manifiesto descabellado

por Ellé Otibel

No me gustan los miércoles. Fundamentalmente, porque me levanto cansado, de un pésimo humor y con la sensación de estar partido al medio.

Las personas suelen manifestarme que esos días tengo los ojos tristes y el andar lento, comentarios seguramente bienintencionados, no lo dudo, pero que sólo aumentan mi disgusto.

Con respecto al malestar señalado, tal vez últimamente me haya vuelto adicto a los pensamientos obsesivos y a encontrar razones donde no las hay. Ando investigando en viejos calendarios, convencido que todas las desgracias de mi vida y todos los males que ha padecido la humanidad entera a lo largo de la historia, seguramente sucedieron un miércoles. No encuentro pruebas contundentes al respecto, es verdad, pero sigo empeñado en hacer valer mi teoría a toda costa. De todos modos, nadie hará el más mínimo esfuerzo por refutar una estupidez semejante.

El miércoles pasado, mi terapeuta puso un increíble empeño para ayudarme a reconstruir los miércoles de mi infancia.

Yo recordaba más o menos las mismas imágenes de siempre, esas que se obstinan en aparecer como fantasmas en cada sesión de terapia: el patio de la niñez, los atardeceres vacíos, las ausencias evocadas ayer y hoy, la soledad tal vez real o vislumbrada, las primeras sombras del crepúsculo y mis desesperados intentos por ser feliz a costa de lo que fuera.

En esas a veces infructuosas búsquedas, descubro también nuevos enconos: además de no gustarme los miércoles, tampoco me gustan los octubres. Es cierto que admiro sus manifestaciones exteriores: me deslumbran los olores de las primeras flores que se orean en los balcones y la tibieza de la brisa de los amaneceres; me cautivan la prolongación de las luces de los días y la sensación virtual de tener más tiempo para todo.

Tal bienaventuranza es solamente ilusoria, y seguramente no sea más que la prueba contundente de la maldad de los octubres, porque el día sigue teniendo veinticuatro horas y las siete de la tarde siguen siendo, como en otoño, las siete de la tarde. Pero la luz que se prolonga se revela engañosa en las mentes y en las almas, alargando las vigilias sin sentido alguno.

Como decía, no me gustan los octubres. Y también les atribuyo, seguramente con injusticia, todos los sinsabores de mi vida y todas las desgracias que ha padecido la humanidad entera a lo largo de la historia. No me culpo ni me preocupo: probablemente, ni los miércoles ni los octubres harán nada para persuadirme de mi error, si es que el mismo existe. Y hoy por hoy, sólo estoy preparado para librar batallas con enemigos que no opongan resistencia. Una guerra verdadera me pondría demasiado en juego.

Recuerdo un octubre de la infancia con un desasosiego tal que me deja desnudo. Pero intentaré desatender las molestias que me genera el hecho de sentirme vulnerable y relataré la historia con la mayor objetividad posible, si es que puede considerarse que alguien pueda ser objetivo en una evocación supeditada al unívoco impacto de la propia experiencia.

Mi madre había muerto de manera inesperada unos pocos meses atrás. Yo tenía cinco años. La maestra de preescolar pidió que lleváramos a la escuela un ovillo de lana de aproximadamente quinientos gramos de peso.

Mi padre me acompañó a comprar el ovillo. Lo elegí de color mostaza, luminoso y brillante.
Llegué contento a la escuela, dispuesto a desenredar la madeja y a construir la mejor de mis creaciones infantiles. Por aquellos días y por muchos de los que vendrían, esos juegos artísticos constituirían para mí el mejor de los exorcismos.

La señorita Adriana (así se llamaba mi maestra de preescolar) propuso entonces que fabricáramos un muñeco para regalarle a nuestras mamás el domingo siguiente, en el cual se festejaba el día de las madres.

Debo decir que no recuerdo el hecho con total certeza, pero sospecho que seguramente sucedió un miércoles de octubre de 1972.

Mientras mis compañeros de la clase incrustaban sus deditos en la lana, armando y desarmando homenajes con esos movimientos entre torpes y coordinados, yo me quedé parado en un rincón. Mientras el salón de bullía de movimiento y griteríos, un vacío incomparable se me dibujó en el pecho. En los años siguientes esa sensación sería tan habitual que casi pasaría desapercibida, pero por entonces todavía olía a novedad.

La señorita Adriana detectó, con tardía lucidez, mi desasosiego. Me sentó en su falda y pronunció unas cuantas frases hechas a las cuales yo ya me había acostumbrado, pues eran las que solían repetirme los adultos por aquellos tiempos: tu mamá está en el cielo y te cuida y te protege y está orgullosa de tí porque eres un niño bueno que obedece a sus mayores y honra a Dios por sobre todas las cosas.

Recuerdo que lloré por unos minutos sobre su falda, apoyando mi mejilla sobre su pecho.
Habrá creído la señorita Adriana que sus palabras me consolaban.
Seguramente no entendía que yo extrañaba a mi mamá, y que aquel regazo en el que me acurrucaba, y la tibieza de su abrazo, me permitían evocar con sus aromas las caricias que había perdido, y de esa manera, poder perdonarle su inconmensurable estupidez.