Desde hace un tiempo despertar en la mañana viene siendo sinónimo de cierto estado de angustia rayano en la levedad, lejos de la desesperación y bastante emparentado con la tristeza y la estética de un presente tremendamente acotado por la parafernalia de recuerdos que el escenario de las ruinas del pasado familiar transmite.
No doy bola, rutina cuartelera, ducha, afeitada café bebido, viva la patria y a la calle. Nada mejor que una caminata enérgica para conjurar fantasmas. Calle Garibaldi, la vía, los perros callejeros, uno que otro transeúnte mañanero, giro en la esquina y puedo ver el puerto, Vuelta de Rocha, el puente a lo lejos y un banco frente al río. Está fresco hay viento y la altura del agua denota sudestada, mi mirada se pierde en el horizonte de ese paisaje vacío.
Ya no hay barcos, no hay estibadores no hay signo alguno de actividad portuaria, eso ya no es un puerto, solo es un espejo de agua destinado a la explotación turística y a un destino incierto atado a los avatares de la especulación inmobiliaria y la metamorfosis que tarde o temprano unirá su destino a las inversiones millonarias, a los docks y hoteles de lujo de Puerto Madero.
Sin embargo, allí esta el río, como un animal agazapado, reptando, hoy dominado, pero siempre amenazante.
Sin embargo, allí esta el río, como un animal agazapado, reptando, hoy dominado, pero siempre amenazante.
Allí está ese río que se llevo la vida de mis mayores, que devoro el destino de tantos otros, que vinieron a “hacerse la América” y la América terminó por hacerse con ellos. Esta mañana me encuentra al final de un círculo frente a la bestia, cuya mirada puedo presentir clavada en mi.
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