Un relato que se aproxima con una mirada ácida y desopilante a los usos y costumbres posmodernas de la pequeño burguesía urbana con un lúcido humor y mucha sagacidad.
por Julia Almecija
Amílcar: entra en Internet y cómprame una película porno. Me gustan mucho las de hombres gays. Pero que no trate de perversiones: suficiente tuve con el vídeo aquel del alemán que se comió en rebanaditas al novio mientras hacían juntos el amor. Sencillita. Me basta con ver señores en carne y hueso tal como la naturaleza los acomodó; sin ungüentos pringosos ni ristras de esferas gigantes ni falos de goma imposibles.
Lo más importante, Amilquitar, es que los muchachos se vean acoplados disfrutando lo suyo como si nadie los viese trajinar en esos menesteres inapropiados. Pídela full-screen de máxima resolución. Me resultan lascivos los detalles explícitos a la hora de colocarlos en otros cuerpos cuando doy rienda suelta a la entelequia. Selecciónala, por favor, teniendo en cuenta la veracidad calculable del enamoramiento posible: no existe mayor placer que disfrutar obscenidades contabilizando pormenores, expresados con precisión en esos rostros vehementes que ofrecen algunas veces los homosexuales porno-stars cuando se empeñan en convencernos de la pasión que mutuamente se profesan mientras consuman la escena. Los muy desalmados chorrean premuras, destilan impudicias, fermentan concupiscencias y, sobre todo, lo más enaltecedor: nos envilecen con sus extravagancias de principio a fin.
No se te ocurra gastar el dinero en un filme donde los integrantes padezcan aburrimiento crónico por muy procaces y manifiestos que sean los acontecimientos: ahí sí es verdad que de nada valdrán las sesiones de aromaterapia estimuladora ni las charlas para despertar la kun-dalini. Nos quedaremos dormidos.
¿Qué por qué me gustan las pelis de gays y no de individuos normales? Pues, por lo mismo que a ti te gustan las de lesbianas bonitas. Porque a ti, señor don Amílcar, no me lo vengas ahora a negar, te encantan las lesbianas siempre y cuando estén más buenas que los sanduches de jamón serrano con caras de Lolita quinceañera y comportamientos de zorra experimentada. Y no te culpo. Si la película tratase del amor entre dos gorditas malteñidas y bigotudas saldrías en estampida como si te bombardearan las pupilas con imágenes de la segunda guerra mundial. La pornografía es cuestión de estética. Así que escógela con histriones guapos y sin complejos. Y si están bien despachados pues mucho mejor porque la verdad, aquí entre nos, Amílcar de mis desvelos, las mujeres en secreto agradecemos una maquinaria formidable pero nada más para mirarla trabajar en la televisión: ya es vox populi que algunos individuos con aparatos descomunales terminan siendo cornudos por no saberle hacer a sus mujeres un trabajo sexual de buena calidad.
De bisexuales tampoco me traigas: son una exaltación a la injusticia. Mientras los hombres se besan y abrazan y se hacen de todo por los orificios disponibles la pobre mujer pasa el rato esperando que le toque un turno, que parece no llegar jamás, perdida su mirada en las cuentas de luz, teléfono y mercado que podrá cancelar en cuanto termine su circunstancia y reciba los honorarios convenidos. La actitud gestual destroza la escena y en ese preciso instante nos sobreviene la desilusión estética en tanto sea objetivo del arte la conmoción de los sentidos. No existe cimitarra que fulmine de un solo tajo la lujuria como el ver a nuestros semejantes haciendo el amor sin ganas.
Sin embargo, no todo está perdido para la creatividad, Amílcar querido, las de travestís se me ocurren sugestivas: esos cuerpos adulterados poseen reminiscencias de collage vanguardista. Se te va el rato detallando aquí las pestañas postizas allá las uñas de plástico más allá las tetas de neopreno y un poco más abajo el desperdicio inánime que por lo general cuelga en la entrepierna del collage, más muerto y castigado que una momia egipcia, pero sin duda necesario para el resultado excéntrico de obra maestra animada que ofrecen las imágenes del travestismo en pelotas.
No resulta comparable a todas luces el erotismo y la pornografía pues el primero goza de popularidad entre los entendidos del género y el segundo emerge indefenso como el pariente pobre destinado a los cerebros profanos. Ya sé que el erotismo es el clímax de la expresión artística, que encamina los sentidos por pasajes de perdición y que vuelve sibaritas sexuales a los que de él hacen un vicio, pero volvámonos por un momento Sanchos: aquello puede terminar siendo una sofisticada sala de torturas. Te muestro pero no te enseño, te insinúo pero no te dejo, me entrego pero no te doy. No hay cuerpo que resista esa función por mucho tiempo. En cambio lo pornográfico, bien llevado, es a veces la solución inmediata a los problemas comunes de impotencia y frigidez mental. No hay humano que se resista.
De manera pues, mi comprensivo Amílcar, que si vas a comprarme una película porno, búscala lo más estética, expresiva y humana posible, y si por alguna razón no la consigues, entonces invítame al cine para ver juntos una de Spielberg.
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