Un comerciante en hierros, al ir a emprender un largo viaje dejó sus mercancías en casa de un comerciante rico para que se las guardara.
Cuando volvió del viaje se fué a casa de su amigo a recoger las mercancías cuya guarda le había encomendado. Pero, con gran sorpresa suya, el otro dijo al verle:
-Tus mercancías se han estropeado. Nada tengo que entregarte.
-¡Cómo!
-Sí, las dejé en el desván y los ratones han roído el hierro. Si no quieres creerme puedes subir a verlo tú mismo.
El comerciante pobre no discutió y dijo sencillamente:
-Puesto que tú lo afirmas es bastante. No hace falta mirar. Desde hoy ya sé que los ratones comen hierro. Adiós.
Y se fué.
Ya en la calle vió a un niño, hijo del comerciante rico, que estaba jugando. Le acarició, le cogió en sus brazos, y se lo llevo a su casa.
Al día siguiente el comerciante rico fué a ver al pobre y le contó la desgracia que le agobiaba: le habían robado a su pequeño hijo y pedía consejo a su amigo para poder encontrarlo.
Ayer-repuso el comerciante pobre,-cuando salía de tu casa, vi justamente cómo un gavilán se apoderaba de un niño y se lo llevaba por los aires. Sin duda era tu hijo.
-¿Quieres burlarte de mí?- exclamo el rico lleno de cólera. ¿Cuándo se ha visto que un gavilán se lleve a un niño por los aires?
-No, no me burlo. Poco puede extrañar que un gavilán robe a un niño, en estos tiempos en que los ratones comen hierro. Todo puede suceder...
Reflexionó entonces el rico.
-Tu hierro- dijo al fin- no lo comieron los ratones. Yo lo vendí. Daría el doble de su precio por que el gavilán no se hubiese llevado a mi hijo.
-Yo puedo, en cambio, hacer que recobres a tu hijo, ya que los ratones no se han comido el hierro.
Y se fue a llamar al niño.
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