Ningún artista del siglo XX fue, más que Malraux, poseído por la obsesión de la muerte. Dostoievski sin la salvación, Céline sin las convulsiones de odio de exorcista de horror moderno, Kafka sin el humor de la desesperanza, Malraux quiere ser el Goya de la literatura, el único creador de la novela revolucionaria suficientemente libre para escapar del dogma del realismo, el único agnóstico en creer en una trascendencia de rostro humano como la parte de ser que en el hombre sobrepasa al hombre y sólo se rebela frente a la muerte. Pero, para él, el escritor es también un demiurgo. Posee el don de actuar sobre la historia por sus premoniciones, y Malraux remarca, no sin orgullo, que el mundo ha empezado a parecerse a sus libros.
En Brasilia, ciudad del siglo XX, el orador lírico André Malraux nombró claramente al espectro de nuestra historia: "Cada una de las grandes religiones había aportado una noción fundamental del hombre, y nuestro tiempo se esfuerza apasionadamente por dar fuerza al fantasma que le ha substituido el siglo de las máquinas. Más aún cuando apasionadamente con los campos de exterminio, con la amenaza atómica, la sombra de Satanás ha reaparecido en el mundo, al mismo tiempo que reaparecía en el hombre." Matar el sentido de lo sagrado es dejar el campo libre a lo demoníaco. Toda religión funda al hombre en dignidad, instituyéndolo co-participante de un misterio sobrenatural, y el cristianismo más que ningún otro, que va hasta la encarnación de lo divino. El derrumbamiento del orden cristiano que marcó el siglo XX —a pesar de algunos resurgimientos— creó un vacío metafísico donde se precipitaron ideologías y doctrinas que, inspirándose en las filosofías de la muerte de Dios, fueron políticas y prácticas de la muerte del hombre. El siglo XX seguirá siendo el primero en haberse dado los medios del crimen total: la desaparición de la especie humana. Desde entonces, el hombre ya no es "el único animal que sabe que debe morir", como dice Malraux después de Dostoievski en Los ahogados de Altenburg, sino el que, según la esperanza, "lleva en sí mismo el deseo de un Apocalipsis", esta negación del futuro, cuando el hombre queda embrutecido de espanto frente a los efectos diabólicos de su terror, como los soldados alemanes de Vístula frente a las ráfagas de gas de combate sobre las trincheras rusas, en Los ahogados de Altemburg, luego en Lázaro, cuando constatan que "el espíritu del mal aquí es más fuerte que la muerte".
LA MUERTE PERVERTIDA POR LO DEMONÍACO
Así el hombre nuevo puede no solamente pensar su muerte sino concebir la muerte del hombre. La ciencia no es la única responsable. A las etapas del progreso de las técnicas de destrucción: el gas, las bombas, los carros de combate, los aviones, los cohetes, el armamento nuclear, corresponde una marcha psicológica del "Espíritu del Mal" en las manifestaciones del horror moderno: "Sin duda los creyentes —dice Vincent Berger— llaman presencia del demonio a semejante vista del espanto." Esta iniciación a la muerte pervertida por lo demoníaco, el siglo XX la prosiguió a través de las carnicerías sangrientas de los campos de batalla, la esclavitud y la explotación de los pueblos, la destrucción de las culturas, las celdas de las prisiones, los alambres de púas de los campos, la salvajada de las guerras civiles y las guerrillas, las salas de tortura, los laboratorios de exterminio. Por todas partes, el hombre está amenazado de perder su humanidad hasta su muerte. André Malraux fue de ello más que un testigo lúcido, un partidario del no, un combatiente del rechazo, que experimentó estos mismos límites de lo humano. De este modo pudo concebir sus novelas como el escultor López de La Esperanza veía las iglesias de la Edad Media: "Las catedrales luchaban por todos con todos en contra del demonio."
La sombra de Satanás no sólo visitó la historia del siglo XX, del millón de "rayados y rapados de los campos de exterminio" de los que Malraux hacía a Jean Moulin "el terrible cortejo" en su oración fúnebre; Satanás ha vuelto a aparecer en el hombre mismo. Es su sombra que se extiende sobre todos los torturados: Está en Los conquistadores la mano que abrió con una navaja la boca de Klein y cortó sus párpados. Tiene los rasgos de los Moís de anam que, en La vía real, metamorfosearon a Grabot en bestia ciega y que desafía a Perkén sabiendo que camina hacia la muerte. Es la locura mortífera de los soldados de Chang Kai-Shek en La condición humana, que dieron a la era industrial su gehena: "No fusilan, los queman vivos en la caldera de la locomotora." Tiene el rostro y la invulnerabilidad de los moros encargados en Toledo de las ejecuciones que conducen al capitán Hernández de La esperanza al suplicio con el largo cortejo de los condenados que figuran otra subida al Calvario: "Los asesinos están fuera de la vida y de la muerte." Ella está finalmente en el que ordena este "Apocalipsis del hombre" que toma Vincent Berger por la garganta, "este rayo que un segundo había iluminado de ella las profundidades cargadas de monstruos y dioses enterrados", este regreso al caos que reabsorbe al hombre en un vacío mineralizado. Frente a las empresas de deshumanización de Satanás, cada hombre que asume y defiende la condición humana está condenado a convertirse en Cristo. Se convierte en él, sugiere Malraux en Lázaro, "el actor de un mito arcaico" prometido al suplicio. Pues únicamente el hombre que sufre, del monte de los Olivos al patio de escuela de Shangai, tiene el poder de exorcizar lo infernal, por poco que posea lo que Malraux llama "el sentido del don", sin que por ello dé una connotación cristiana, a menos que hable ahí de una comunión de los santos sin lo divino.
LA MUERTE EN TODOS SUS ESTADOS
Cuando Goya graba Los desastres de la guerra o pinta el Tres de mayo, busca representar a las víctimas más que a los verdugos. En la tela, la fiesta de los colores es para los que van a morir, y osa poner en primer plano el rostro de un fusilado ya ejecutado por el pelotón compacto de los soldados. Este cadáver que nos da el frente, con los brazos levantados por encima de la cabeza sangrante, no es la imagen del horror mórbido, sino de la dignidad humana asumida hasta en la muerte. El André Malraux novelista no procede de otra manera.
Como Goya, primero nos da a ver el color. Malraux es el pintor del rojo y del negro —la sangre y el luto: "Una vez más, en este país de mujeres de negro, se levanta el pueblo milenario de las viudas" (La esperanza) —que se destacan en un constante violento al lado del sol, las piedras, las nubes, las sábanas o los sudarios, las camisas, las flores. Encontramos esta oposición de los colores de la muerte en muchas otras escenas de La condición humana, La esperanza y, aunque en menor medida, en Los conquistadores y en Los ahogados de Altemburg, mientras que el universo carcelario de El tiempo del desprecio ofrece del fondo del calabozo un sufrimiento incoloro que sólo se tiñe de las visiones alucinatorias del hombre apaleado. Así, después del asalto al Alcázar por los milicianos, "la sangre de los cuerpos, brillando al sol, cubría poco a poco una piedra blanca y plana, de una pureza de azúcar". El blanco es más bien el color de lo mineral y lo vegetal o, a través del brillo del sol, la presencia real del destino, como la utilizará Camus en la escena del asesinato del árabe en el punto central de la arquitectura novelesca de El extranjero. A este blanco, el hombre añade un color bastante extendido en la naturaleza, a la vez cálido, brillante y violento, el color mismo de su vida que se funde con la sangre que la irriga. Este único color rojo testimonia la condición humana porque postula un cuerpo, una existencia, un sufrimiento, un sacrificio al final de la esperanza.
Después del ataque al hotel Colón en julio de 1936, en la plaza de Cataluña en Barcelona, "unas camillas pasaban, vacías y manchadas de sangre [...] Algunos vendedores de flores habían lanzado sus claveles al paso de las camillas, y las flores blancas estaban sobre la sangre, junto a las manchas". También hay que hacer notar que estos colores son los de las corridas de toros: el blanco es la arena del lado del sol y el hábito de la luz; el negro es la arena del lado de la sombra y las vestimentas de los ayudantes o el sombrero andaluz que los aficionados llevan a Sevilla; el rojo es a la vez la capa del destino y la sangre de la víctima. Así, cuando Manuel llega a un poblado después de la ejecución sumaria de tres guardias civiles, la escena se describe como después de una muerte de corrida: "Los cuerpos habían caído sobre sus vientres, con las cabezas al sol, los pies a la sombra. Un gatito espumoso colgaba sus bigotes sobre el charco de sangre del hombre de nariz chata."
Encontramos escenas de esta misma naturaleza en La condición humana, escritas como hubiera sido pintado un cuadro expresionista, como el ataque al puesto de policía en Shangai por los hombres de Tchen, cuando los insurgentes suspendidos del techo caen sobre sus propias granadas: "Una intensa explosión resonó en el patio; a pesar del humo, una mancha de sangre de un metro apareció en el muro. Éste estaba cubierto de sangre y carne." Del mismo modo, la emoción del lector se ve provocada por la sangre en la escena en la que Hemmelrich, que empezaba a sentirse desgarrado entre sus simpatías revolucionarias y su apego a su mujer china y su hijo enfermo, descubre los cuerpos mutilados de los suyos en su tienda barrida por la granada: "A través de sus suelas, sintió el piso pegajoso. Su sangre. Permaneció inmóvil, sin atreverse a mover, mirando, mirando... Descubrió por fin el cuerpo del niño junto a la puerta que lo ocultaba [...] Hemmelrich respiraba apenas en el olor a sangre vertida."
Esta presencia abundante de la sangre en las novelas de Malraux ha impresionado a numerosos críticos que han prestado intenciones perversas al arcángel rojo de los años treinta. Roberto Brasillach lo compara primero con Sade por su erotismo cuya sutil perversidad está ligada al heroísmo: "El heroísmo se mezcla maravillosamente con el gusto de la sangre y los suplicios, hay ahí todo un olor carnal, poderoso y peligroso." Luego intenta un paralelo entre Los conquistadores y Los réprobos, de Ernst von Salomon, gritando: "¡La sangre es el maestro del Sr. André Malraux!" Brasillach cree haber encontrado en ello la explicación del gusto malsano del heroísmo en Malraux. Es cierto, el erotismo no está ausente de este cuerpo a cuerpo con la muerte, aun si pocas mujeres se ven mezcladas, y aun si la guerra vuelve casto, como se dice en La esperanza. El aventurero Perken de La vía real, acordándose de la exaltación que proviene de lo absurdo de la vida en el momento en el que se cree morir, ve a la muerte "como una mujer desvestida. Desnuda, repentinamente..." y en La condición humana, May confiesa a Kyo su adulterio con Legle y lo explica como una sobreactivación del erotismo ante la conciencia del peligro: "En cuanto hay más heridos, más se acerca la insurrección, más se acuestan." Hay un orgasmo de coraje en el guerrero, una exaltación de la sangre como comunión fraternal, una provocación erótica de la muerte puesta al desnudo. El momento de verdad que busca el aventurero en la dimensión trágica de su destino conlleva este precio.
LA MUJER HACE CUERPO CON LA MUERTE
Ahora bien, para Malraux, la mujer hace cuerpo con la muerte. No solamente todos los héroes de Malraux están fascinados por la muerte, sino que algunos hacen el amor con ella, como Ferral, el hombre de negocios de La condición humana, presidente de la Cámara de Comercio francesa, quien sólo espera de la cortesana china que cree poseer "la única cosa de la que estuviera ávido: él mismo", y se da cuenta en este acto de que en la pintura tibetana por encima de él figura su propia copulación con la muerte: "En un mundo decolorado en el que erraban unos viajeros, dos esqueletos exactamente iguales se estrechaban en trance." De la misma manera, Perken, herido en los Moís, condenado por los médicos que han diagnosticado una artritis supurosa de la rodilla, llama a una prostituta con la cual cree experimentar un goce compartido y una verdadera comunión, pero en el mismo orgasmo toma conciencia de su soledad porque "sólo se posee lo que se ama. Preso en su movimiento, sin libertad para devolverla a su presencia arrancándose de ella, cerró los ojos él también, se lanzó sobre sí mismo como sobre un veneno, ebrio de convertirse en nadie, a fuerza de violencia, ese rostro anónimo que lo cazaba hacia la muerte". La cortesana que fascina al aventurero sólo es la muerte bajo la máscara de la sexualidad. Solamente es mujer por su apariencia, ya que no es ni el amor ni la compasión. Ella es, pues, la rival de la piedad —la otra mujer maltusiana— que lleva en sí, en una eterna gestación, el dolor y la esperanza del mundo.
Malraux pintor expresionista también tiene de la muerte una experiencia completamente olfativa. Una ciudad donde se mata está impregnada de maldición: la atmósfera viciada por el olor de los cuerpos en descomposición. El narrador de Los conquistadores, que entra con Garine a la sala de reunión donde los cadáveres de los rehenes ejecutados por el terrorista Hong fueron puestos contra el muro como piadosos, tiene el aliento cortado por este espectáculo hiperreal antes de tener otra revelación: "Ahora vuelvo a encontrar mi respiración y, con el aire que aspiro, me invade un olor que no se parece a ningún otro, animal, fuerte y feo a la vez: el olor de los cadáveres." Nube intempestiva que flota sobre la ciudad china de Shangai después de la insurrección y desembriaga instantáneamente a Clappique, a la salida de la sala de juegos donde acaba de perder en la ruleta el dinero para su huida: "El olor de los cadáveres de la ciudad china pasó, con el viento que se levantaba de nuevo. Clappique tuvo que hacer un esfuerzo para respirar: volvía la angustia. Soportaba más fácilmente la idea de la muerte que su olor." La muerte, curiosamente en Malraux, también remite al hombre al estado de carne que ya hemos visto bajo los ojos de Manuel en La esperanza: el gatito espumoso bebiendo la sangre del guardia civil de nariz chata; al mismo estado que, en La condición humana, Hemmelrich que vela a su hijo atacado de mastoiditis y a su mujer enferma, es preso de un sentimiento macabro y quizá premonitorio: "El olor de los cadáveres con los que se encarnizaban indudablemente los perros, muy juntos en las callejuelas, entraba a la tienda con un sol confuso." La bestialidad de la guerra en la que los hombres se matan entre sí, del cuchillo a la bayoneta, de la espada al fusil, donde —como lo descubre Manuel— "la guerra es hacer lo imposible para que pedazos de fierro entren en la carne viva"; sin embargo aquella guerra es la más humana a la vista de la muerte química, que parece levantarse del Espíritu del Mal o del castigo bíblico, porque remite al hombre a lo mineral o a lo vegetal sin mermar su carne. Es así como el lugarteniente Berger resiente el espectáculo de las trincheras rusas atacadas con gases asfixiantes en el Vístula: "Lo que turbaba a mi padre, más que esos ojos color de plomo, más que esas manos retorcidas en el aire vacío, era que no hubiese heridas. Ni sangre." Pues lo demoníaco surge en un cielo sin pájaros, en un osario de cuerpos mohosos en los que la muerte ya no pone manchas de sangre, en una vegetación osificada y petrificada que ha cesado de parecerse al mundo de los humanos, donde la muerte misma tiene aún los colores y los olores de la vida.
El pintor tiene también su plástica, nos da a ver verdaderas instantáneas de la muerte describiéndonos los gestos del hombre al que asesinan. Así, ese enemigo alcanzado en su carrera que observa Ramos en La esperanza: "con un brazo al aire y las piernas tajadas como si tratara de asir a la muerte saltando", o bien en el transcurso del ataque al puesto de policía de Shangai por los insurgentes del Kuo Min Tang: "Bajo el tiro de los policías en las ventanas, dos habían caído en medio de la calle, con las piernas sobre el pecho, como conejos hinchados." Es una imagen que volverá a aparecer en La esperanza, cuando el ataque en el Tajo por el coronel Jiménez" "Veinte milicianos ya habían caído en los peñascos, hinchados con los brazos en cruz, o los puños sobre el rostro como si se hubieran protegido." Hay en todas estas imágenes la idea de que la vida no está destinada a detenerse, que la muerte —Malraux como Goya la representa con guadaña— interrumpe un destino en plena carrera y participa en ello del absurdo que es nuestra nueva dimensión trágica. Es así, y sólo así, como el aventurero soporta y acepta la idea de la muerte. El espectáculo de esos gestos en su último crispamiento, esos pechos abiertos, esos cadáveres hediondos, de la muerte puesta en todos sus estados como la representación de una fatalidad por el artista expresionista, contribuye paradójicamente a una tentativa de humanización del mundo.
EL PINTOR DE LA CRUELDAD ES UN HOMBRE COMPASIVO
¿El pintor de los campos de batalla, las insurrecciones, el terrorismo, las ejecuciones, las salas de tortura, cedió al vértigo de la crueldad? Emmanuel d’Astier, intentando un retrato de Malraux, afirmaba: "Hay quienes para disfrutar de la vida necesitan sentir la muerte." ¿Celos intelectuales? Malraux ironiza sobre su propio caso en Los ahogados de Altenburg: "A los intelectuales no les gusta que ninguno de los suyos se acerque a la acción; pero si alguno lo logra sienten más curiosidad que nadie."
La acción no es para el novelista André Malraux la única forma de conocimiento de la crueldad. También está lo imaginario, ya que no participó ni en la Revolución china ni en la resistencia comunista en Alemania a principios del nazismo. Ahora bien, en las seis novelas hay escenas de crueldad: torturas, asesinatos, sufrimientos, ejecuciones. Lo real histórico no contradijo lo imaginario literario. Aun si Malraux no siempre es un testigo digno de fe —varias veces se le descubrió en flagrante delito de mitomanía—, su visión es justa en la pintura del horror moderno. si hay tantas ejecuciones, asesinatos, atentados, Jean-Marie Domenach hace notar que "es cierto, algunos de los personajes de Malraux ceden a la fascinación por la muerte; su asco por sí mismos se vuelve un furor de asesino [...] Pero aun en todos los homicidas, la violencia nunca toma el carácter abstracto, mecánico, que hay en los funcionarios hitlerianos [...] siempre se trata de un asunto personal, un cuerpo a cuerpo". Por supuesto, pensamos en la figura atrayente del Tchen de La condición humana, habitado por la fascinación de la muerte. Sólo podrá liberarse de ella al lanzarse con su bomba bajo el coche de Chang Kai Shek.
¿Pintor de la verdad u hombre de compasión? Es cierto, Malraux novelista volvió a darle su dimensión a lo demoníaco, pero sus asesinos, como en Dostoievski, igualmente tienen un rostro de víctima. Lo diabólico también forma parte de lo humano. El hombre, que da muerte por rebelión o por ideal revolucionario, se siente desgarrado por la pérdida de los suyos. Es alcanzado por el sufrimiento de los demás y a veces incluso por el de su propia víctima. Malraux es antes que nada el pintor de la compasión en tanto que busca, en los repliegues más negros de la historia del siglo XX, lo que puede salvar al hombre de lo inhumano. Entre dos compañeros de aventuras, Claude Vannec y Perken, se crea más que una comunidad de intereses en la búsqueda de las estatuas de La vía real: un vínculo inexpresado de estima secreta en el rechazo a la sumisión, la sociedad, la vejez, en una comunión de razones de vivir y de morir. Es ese lazo que se expresa en la mirada que Claude posa en Perken condenado por el médico: "Había en esa mirada una complicidad intensa en la que se enfrentaban la punzante fraternidad del valor y la compasión, con la unión animal de los seres frente a la carne condenada." Pero la compasión puede existir también por un adversario que en el momento precedente buscaba matarlo. Tchen corre el riesgo de ser quemado entrando a la sala de policía del puesto de Shangai para desatar a un policía prisionero cuya pierna fue arrancada por una granada: "El sentimiento que experimentaba era mucho más fuerte que la piedad: él mismo era ese hombre maniatado." Hay ahí una verdadera identificación en beneficio de la víctima. Es la humanidad entera que muere por partes en cada muerte individual, pero lo que estremece nuestra sensibilidad es la impotencia humana frente al sufrimiento. Por esas mismas razones, Kyo es recorrido hasta las uñas por el grito "agudo y ronco, sufrimiento y espanto a la vez" del loco bajo el látigo del guardia entre los comunistas encerrados en el patio de la escuela; Kassner es turbado por el pasadizo de tabaco de su vecino de celda, culpable de haber intentado comunicarse con él golpeando el muro. Kyo y Kassner, los dos jefes comunistas, se encuentran así puestos en la misma situación sin salida. También Katow, que le da a Souen su cianuro porque cree tener más fuerza que él para sobreponerse a la impotencia, el servilismo, el sufrimiento en el suplicio, haciendo así un "don mayor que su vida".
Pero las mayores escenas de compasión en las novelas de Malraux son por supuesto el descenso de los heridos hacia Valdelinares, después del accidente del multiplaza en diciembre de 1933 en la sierra de Teruel, episodio del libro y la película La esperanza; y la inmensa ola de piedad que precipita a los infantes alemanes sobre las trincheras rusas para intentar salvar algunas vidas de sus adversarios, atacados con gases asfixiantes en Los ahogados de Altemburg. Provistos de máscaras antigás, descienden a las fosas contaminadas para echarse a la espalda un soldado ruso que respira aún y conducirlo a las ambulancias alemanas. Esta compasión traiciona, indudablemente, primero el vértigo del hombre frente a su capacidad de destrucción, pero quizá haya también en estos guerreros, en el sobresalto de la humanidad que los conduce a salvar a los que tienen la intención de destruir, una idea de redención, de reparación de un acto contra natura que escapa a las leyes mismas de la guerra y los condena a los ojos de la historia, si no es que a los de su propia conciencia. A pesar de que los campesinos de Linares que escoltan el cadáver de Saidi y los aviadores heridos volviéndolos a bajar de la sierra de Teruel sobre camillas, no provocaron este sufrimiento humano, ellos participan del dolor de los combatientes cuya carne asesinada se disimula bajo las vendas, y forman de dos en dos todos los cuerpos traumatizados de la República Española. El silencio tenso y atento de los hombres, los sollozos mudos de las mujeres que rodean "la marcha solemne, primitiva de estas camillas [...] este ritmo acompasado con el dolor en tan largo camino", no son los de tristes funerales, sino más bien la imagen de un descenso del calvario, con la esperanza del renacimiento que el hombre no puede impedirse entrever al término de toda agonía.
UNA INICIACIÓN AL MÁXIMO DE HUMANIDAD
Hay algo de religioso en esta unión sagrada de los revolucionarios, los militantes y los combatientes que la muerte reúne bajo el mismo destino e introduce en el mismo paraíso de los héroes, más allá de las diferencias ideológicas o las oposiciones nacionales. A este paraíso de los héroes, al que todos son llamados y algunos son elegidos, el aventurero, el militante, el combatiente sólo pueden acceder mediante una doble prueba de iniciación: el valor frente a la muerte y la solidaridad frente al sufrimiento. Esta comunión fraternal de los héroes es la réplica de lo que el cristianismo llama la comunión de los santos. Es la comunión de la salvación: la condición humana salvada por la solidaridad —esa caridad sin la gracia— y la fraternidad, que Malraux expresa claramente en La esperanza en boca del italiano Scali: "Los hombres unidos a la vez por la esperanza y la acción acceden, como los hombres unidos por el amor, a dominios a los que no accederían solos." Entre ellos, algunos son elegidos por el destino para afrontar lo trágico hasta el martirio, es decir, hasta el don de sí concedido para un valor que lo sobrepasa: Tchen o Katow en La condición humana, el capitán Hernández en La esperanza. Alrededor de estos hombres sufrientes y en espera de su martirio, aceptado como una nueva redención para salvar a la condición humana, el pueblo de los humillados forma una verdadera Iglesia: "Por doquiera que los hombres trabajen en la pena, lo absurdo, la humillación, uno pensaba en condenados semejantes a aquéllos como los creyentes oran; y en la ciudad, empezaba a amar a estos moribundos como si estuvieran ya muertos." Aquí, el santo y el héroe se confunden en una misma religión de fraternidad y una misma mística de muerte como sacrificio y valor de redención. El hombre malrauxiano, poseído por la esperanza, vive en ella con exaltación —si no con éxtasis, como lo pretendía Sartre— una iniciación al máximo de humanidad por el hecho de compartir y por el don que da no solamente un sentido a su vida y a su muerte, sino que vuelve el mundo inteligible al integrar a la muerte, de nuevo sacralizada, en la historia.
Jean Montalberti
Traducción de Adriana Flores Richaud
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