martes, 13 de marzo de 2012

El poeta en Nueva York

El paso de Lorca por Nueva York donde vivió durante nueve meses entre 1929 y 1930, marcó para siempre la vida del poeta. La comunión del poeta andaluz con la modernidad constituyó sin duda un momento clave en la maduración  de su obra.

El éxito crítico de Canciones (1927) y el éxito popular de Primer romancero gitano, publicado en julio de 1928, dejó descontento a Federico García Lorca, que, en cartas a sus amigos en el verano de 1928, confesaba estar atravesando una gran crisis sentimental, “una de las crisis más hondas de mi vida”. [Cartas a Sebastià Gasch y a José Antonio Rubio Sacristán, agosto de 1928]. “Estoy convaleciente de una gran batalla y necesito poner en orden mi corazón. Ahora sólo siento una grandísima inquietud. Es una inquietud de vivir, que parece que mañana me van a quitar la vida” [A Rafael Martínez Nadal, agosto de 1928].

Esta crisis debió de agravarse en septiembre, cuando el poeta recibió en Granada una durísima carta de Dalí sobre el Romancero gitano, en la que argüía el pintor catalán que gran parte de la obra estaba “ligada en absoluto a las normas de la poesía antigua, incapaz de emocionarnos”, y que el libro pecaba de “costumbrismo” y “moviéndose dentro de la ilustración y de los lugares comunes más estereotipados y más conformistas”.

La crisis de García Lorca había sido provocada por varias circunstancias vitales. Por una parte, con el éxito popular del Romancero surgió la imagen pública –que pervive todavía en algunas partes– de un Lorca costumbrista, cantor de los gitanos, ligado temáticamente al folclore andaluz. El mismo poeta se había quejado de esa imagen antes de que saliera el Romancero, e incluso antes de la publicación de Canciones, en una carta a Jorge Guillén de principios de enero de 1927: “Me va molestando un poco mi mito de gitanería. Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podía ser lo mismo poeta de agujas de coser o de paisajes hidráulicos. Además, el gitanismo me da un tono de incultura, de falta de educación y de poeta salvaje que tú sabes bien no soy. No quiero que me encasillen. Siento que me va echando cadenas”.

Por otra parte, mientras Dalí y Luis Buñuel criticaban duramente su obra, Lorca se separó de Emilio Aladrén, un joven escultor con el que había mantenido una fuerte relación afectiva.

A pesar de sus preocupaciones y de un “horrible verano de sentimientos”, el poeta no dejó de trabajar intensamente, y se entregó a proyectos nuevos muy distintos al Romancero. En Granada se rodeaba de un grupo de amigos jóvenes y editó los dos únicos números de la citada revista Gallo. Envió al crítico de arte Sebastià Gasch algunos de sus mejores dibujos y dos poemas en prosa ―“Nadadora sumergida...” y “Suicidio en Alejandría”— que respondían a su “nueva manera espiritualista: emoción pura descarnada, desligada del control lógico”. Exploró en una de sus mejores conferencias el mundo de las nanas infantiles, y explicó su nueva teoría de la “evasión” poética. Durante el invierno de 1928 se propuso estrenar su “aleluya erótica” Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, intento frustrado por los censores del régimen de Primo de Rivera.

Aun en medio de estos proyectos, debió de quedar claro para Lorca que necesitaba desvincularse durante cierto tiempo del ambiente andaluz y de su círculo madrileño de amigos. En la primavera de 1929, Fernando de los Ríos, antiguo maestro de Federico y amigo de su familia, propuso que el joven poeta le acompañara a Nueva York, donde tendría la oportunidad de aprender inglés, de vivir por primera vez en el extranjero y, quizás, de renovar su obra. Se embarcaron en el Olympic –buque hermano del Titanic– y arribaron el 26 de junio.

La estancia en Nueva York fue, en palabras del propio poeta, “una de las experiencias más útiles de mi vida”. Los nueve meses que pasó ―entre junio de 1929 y marzo de 1930— en Nueva York y Vermont y luego en Cuba hasta junio de ese año cambiaron su visión de sí mismo y de su arte.

Fue ésta su primera visita al extranjero; su primer encuentro con la diversidad religiosa y racial; su primer contacto con las grandes masas urbanas y con un mundo mecanizado. Casi podría decirse que su viaje a Nueva York representó su descubrimiento de la modernidad. Allí exploró el teatro en lengua inglesa, paseó por el barrio de Harlem con la novelista negra Nella Larsen, escuchó jazz y blues, conoció el cine sonoro, leyó a Walt Whitman y a T. S. Eliot, y se dedicó a escribir uno de sus libros más importantes, el que se publicó, cuatro años después de su muerte, con el título de Poeta en Nueva York.

Pocos críticos y biógrafos han escrito sobre la vida de Lorca en Nueva York sin insistir en que allí se sintió deprimido y aislado. Tal es, desde luego, el sentimiento que desprenden sus poemas. Pero existe también una serie de cartas encantadoras a su familia donde presentaba una imagen muy diferente. Estas cartas, con su visión más risueña de la “ciudad más atrevida y más moderna del mundo”, hacen imposible una lectura autobiográfica de Poeta en Nueva York y nos recuerdan que uno de los logros más admirables de esta obra consiste en la creación de un protagonista trágico, la “voz” de los poemas, que tiene propiedades, como dijo un crítico, de “Prometeo, profeta y sacerdote”. Sin duda, ese protagonista se relaciona con la “persona” creada por Walt Whitman, a quien dedicó Lorca una “Oda” en su libro.

Una tercera visión de la ciudad ―aparte de la epistolar y la poética— la ofreció Lorca al volver a España, en una conferencia-recital titulada “Un poeta en Nueva York”.

Del conjunto de estos tres textos —conferencia, cartas, y, sobre todo, el libro de poemas— surge una visión penetrante y memorable no sólo de la civilización norteamericana, sino de la soledad y la angustia del hombre moderno.



New York- Oficina y denuncia

Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
Un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé.
Y los anteojos para la sabiduría,
Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
Yo he venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra.
Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre,
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.
Los patos y las palomas
y los cerdos y los corderos
ponen sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones;
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, orinando, volando en su pureza
como los niños en las porterías
que llevan frágiles palitos
a los huecos donde se oxidan
las antenas de los insectos.
No es el infierno, es la calle.
No es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay un mundo de ríos quebrados
y distancias inasibles
en la patita de ese gato
quebrada por el automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
en el corazón de muchas niñas.
Óxido, fermento, tierra estremecida.
Tierra tú mismo que nadas
por los números de la oficina.
¿Qué voy a hacer?, ¿ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera
y bocanadas de sangre?
San Ignacio de Loyola
asesinó un pequeño conejo
y todavía sus labios gimen
por las torres de las iglesias.
No, no, no, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura
de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido
por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.


Federico García Lorca

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