Albert Camus, novelista, ensayista y dramaturgo francés, considerado uno de los escritores más importantes posteriores de la segunda mitad del siglo XX. Camus nació en Mondovi (Argelia) el 7 de noviembre de 1913, y estudió en la universidad de Argel. Sus estudios se
interrumpieron pronto debido a una tuberculosis. Formó una compañía de teatro de aficionados que representaba obras a las clases trabajadoras; también trabajó como periodista y viajó mucho por Europa.
Sus obras más importantes son El Extranjero (1942), Calígula (1945), La Peste (1947), La caída (1956), El hombre rebelde (1951), Estado de sitio (1948); y un conjunto de relatos, El exilio y el reino (1957). En 1994 se publicó la novela incompleta en la que trabajaba cuando murió, El primer hombre. Camus, que obtuvo en 1957 el Premio Nobel de Literatura, murió en un accidente de coche en Villeblerin (Francia) el 4 de enero de 1960.
El extranjero es un clásico de la literatura francesa del siglo XX. En unas cuantas páginas Camús es capaz de narrar una historia completa que deja al lector muchos interrogantes. Y no ha perdido nada de actualidad, al contrario, ahora más que nunca necesitamos estos oasis de reflexión. La novela tiene un trasfondo muy claro: la ausencia de valores identificados en la sociedad de hoy. Siempre ha habido migraciones hacia los lugares donde se decía que había más oportunidades. Hoy también sigue habiendo millones de personas de un sitio para otro en busca de una vida mejor.
La novela hace una reflexión sobre el absurdo del mundo, la alienación que sufren algunas personas y el desencanto general. Las circunstancias cambian al protagonista que se va haciendo cada vez más ajeno a todo lo que le rodea. Algún resquicio queda para la esperanza al final.
El protagonista, Meursault, comete un absurdo crimen y, a pesar de sentirse inocente, jamás se manifestará contra su ajusticiamiento ni mostrará sentimiento alguno de injusticia, arrepentimiento o lástima. La pasividad y el escepticismo frente a todo y todos recorre el comportamiento del protagonista: un sentido aburrido de la existencia y aun de la propia muerte.
Meursault es el personaje que encarna ese sentimiento de profunda apatía por todo lo que le rodea haciéndose de manera más ostensible en la actitud ante la muerte de su madre. Meursault personifica la carencia de valores del hombre, degradado por el absurdo de su propio destino, ni el matrimonio, ni la amistad, ni la superación personal, ni la muerte de una madre… nada tenía la suficiente importancia ya que la angustia existencial de este antihéroe inundaba todo su ser. Así su ateísmo estaba justificado, la vida no tenía ningún sentido fuera de uno mismo, la confianza en fuerzas externas a él mismo le producía una sensación de caída hacia el abismo de lo incierto. Meursault se transforma así en un extranjero que juzga y remueve los fantasmas de una sociedad angustiada, cuya moral, carente de sentido, regula la vida de un todo social.
El sentido de la vida, tema fundamental del existencialismo y de la filosofía de todos los tiempos, es la clave para tratar de interpretar la novela. El dominio de la libertad absoluta es fundamental en este planteamiento.
Una obra fundamental.
Frases de “El Extranjero” ( 1942 ):
“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer”.
“Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza de la costumbre”.
“Me despertó un roce. Como había tenido los ojos cerrados, la habitación me pareció aún más deslumbrante de blancura. Delante de mí no había ni la más mínima sombra, y cada objeto, cada ángulo, todas las curvas, se dibujaban con una pureza que hería los ojos”.
“En ese momento entraron los amigos de mamá. Eran una decena en total, y se deslizaban en silencio en medio de aquella luz enceguecedora… Se mostraban abatidos, tristes y silenciosos. Miraban el féretro o a sus bastones, o a cualquier cosa, pero no miraban a nada más. Los veía como no he visto a nadie jamás… Por un momento tuve la ridícula impresión de que estaban allí para juzgarme”.
“El cielo estaba lleno de sol. Comenzaba a pesar sobre la tierra y el calor aumentaba rápidamente. No sé por qué habíamos esperado tanto tiempo antes de ponernos en marcha. Tenía calor con mi traje oscuro… Yo estaba un poco perdido entre el cielo azul y blanco y la monotonía de aquellos colores, negro viscoso del alquitrán abierto, negro opaco de las ropas, negro lustroso del coche. Todo esto, el sol, el olor del cuero y del estiércol del coche, el del barniz y el del incienso y la fatiga de una noche de insomnio, me turbaba la mirada y las ideas”.
“Poco después el cielo se oscureció y creí que íbamos a tener una tormenta de verano. Se despejó poco a poco, sin embargo. Pero el paso de las nubes había dejado en la calle una promesa de lluvia que la volvía más sombría. Quedó largo rato mirando el cielo. El día avanzó un poco más. El cielo enrojeció sobre los techos y, con la tarde que caía, las calles se animaron. Las lámparas de la calle se encendieron bruscamente e hicieron palidecer las primeras estrellas que surgían en la noche”.
“El sol de las cuatro no calentaba demasiado, pero el agua estaba tibia, con pequeñas olas alargadas y perezosas… La playa no queda lejos de la parada del autobús, pero tuvimos que cruzar una pequeña meseta que domina el mar y que baja luego hacia la playa. Estaba cubierta de piedras amarillentas y de asfódelos blanquísimos que se destacaban en el azul, ya firme, del cielo… El sol caía casi a plomo sobre la arena y el resplandor en el mar era insoportable. Ya no había nadie en la playa”.
“Caminamos mucho tiempo por la playa. El sol estaba ahora abrasador. En el extremo de la playa llegamos al fin a un pequeño manantial que corría por la arena hacia el mar detrás de una gran roca. Allí encontramos a los dos árabes. Estaban acostados con los grasientos albornoces. Parecían enteramente tranquilos y casi apaciguados. Nuestra llegada no cambió nada… Durante todo este tiempo no hubo otra cosa más que el sol y el silencio con el leve ruido del manantial y las tres notas… La luz se inyectó en el acero y era como una larga hoja centelleante que me alcanzara en la frente. En el mismo instante el sudor amontonado en las cejas corrió de golpe sobre mis párpados y los recubrió con un velo tibio y espeso. Tenía los ojos ciegos detrás de esta cortina de lágrimas y de sal. No sentía más que los címbalos del sol sobre la frente e, indiscutiblemente, la refulgente lámina surgida del cuchillo, siempre delante de mí. La espada ardiente me roía las cejas y me penetraba en los ojos doloridos. Entonces todo vaciló. El mar cargó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz”.
“Cuando entré en la cárcel comprendí al cabo de algunos días que no me gustaría hablar de esta parte de mi vida. El día de mi arresto me encerraron al principio en una habitación donde había varios detenidos, la mayor parte árabes. Al verme, se rieron. Luego me preguntaron qué había hecho. Dije que había matado a un árabe y quedaron silenciosos. Pero un momento después cayó la noche… El murmullo de los árabes continuaba por debajo de nosotros. Afuera, la luz pareció hincharse contra la ventana. Se derramó sobre todos los rostros como un jugo fresco”.
“Una vez más todo el problema consistía en matar el tiempo. A partir del instante en que aprendí a recordar, concluí por no aburrirme en absoluto. Me ponía a veces a pensar en mi cuarto, y, con la imaginación, salía de un rincón para volver detallando mentalmente todo lo que encontraba en el camino. Al principio lo hacía rápidamente. Pero cada vez que volvía a empezar era un poco más largo. Había leído que en la cárcel se concluía por perder la noción del tiempo. Pero no tenía mucho sentido para mí. No había comprendido hasta qué punto los días podían ser a la vez largos y cortos. Largos para vivirlos sin duda, pero tan distendidos que concluían por desbordar unos sobre los otros. Perdían el nombre. Las palabras ayer y mañana eran las únicas que conservaban un sentido para mí”.
“Puedo decir que, en rigor, el verano reemplazó muy pronto al verano. Sabía que con la subida de los primeros calores sobrevendría algo nuevo para mí. Mi proceso estaba inscripto para la última reunión del Tribunal, que se realizaría en el mes de junio. La audiencia comenzó mientras afuera el sol estaba en su plenitud… El calor aumentaba. En la sala los asistentes se abanicaban con los periódicos, lo que producía un leve ruido continuo de papel arrugado. El Presidente hizo una señal y el ujier trajo tres abanicos de paja trenzada que los tres jueces utilizaron inmediatamente”.
“«En fin, ¿se le acusa de haber enterrado a su madre o de haber matado a un hombre?» El público rió. El Procurador se reincorporó una vez más, se envolvió en la toga y declaró que era necesario tener la ingenuidad del honorable defensor para no advertir que entre estos dos órdenes de hechos existía una relación profunda, patética, esencial. «Sí», gritó con fuerza, «yo acuso a este hombre de haber enterrado a su madre con corazón de criminal». Esta declaración pareció tener considerable efecto sobre el público… Según él, un hombre que mataba moralmente a su madre se sustraía de la sociedad de los hombres por el mismo título que el que levantaba la mano asesina sobre el autor de sus días”.
“Afuera declinaba el día y el calor era menos intenso. Por ciertos ruidos de la calle, que oía, adivinaba la suavidad de la tarde. Estábamos todos allí esperando. Y lo que esperábamos juntos en realidad sólo me concernía a mí… El Tribunal volvió. Rápidamente leyeron una serie de preguntas a los jurados. Oí «culpable de muerte…», «provocación…», «circunstancias atenuantes»”.
“La subida al cadalso, con el ascenso en pleno cielo, permitía a la imaginación aferrarse. Mientras que aquí la mecánica aplastaba todo: mataban a uno discretamente, con un poco de vergüenza y mucho de precisión… Sabía que vendrían al alba. En suma, pasé las noches esperando el alba. Nunca me ha gustado ser sorprendido. Cuando me sucede algo, prefiero estar prevenido”…
“Nada, nada tenía importancia, y yo sabía bien por qué. También él sabía por qué. Desde lo hondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, subía hacia mí un soplo oscuro a través de los años que aún no habían llegado, y este soplo igualaba a su paso todo lo que me proponían entonces, en los años no más reales que los que estaba viviendo”.
“Tan cerca de la muerte, mamá debía de sentirse allí liberada y pronta para revivir todo. Nadie, nadie tenía derecho de llorar por ella. Y yo también me sentía pronto a revivir todo. Como si esta tremenda cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendía que había sido feliz y que lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio”.
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