por Julio Pino Miyar *
“(…) abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado una porción de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del dulce, tocó mi paladar un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, era yo mismo. Dejé entonces de sentirme mediocre, contingente y mortal...”
En busca del tiempo perdido Marcel Proust
Uno
En busca del tiempo perdido de Marcel Proust fue un acto supremo de la evocación y la reminiscencia, así como un arduo y fascinante proceso de reconstrucción del pasado. Las asociaciones mentales desatadas por el sabor de la magdalena, sumergida ocasionalmente por el artista en una taza de té, trajeron consigo un alud de remembranzas, y lo que fue durante toda una vida sepultado en el olvido, retornaba como un viento fresco y triunfal a la memoria; las cosas volvían a adquirir sentido, y la propia vida era comprendida en su unidad, asumida desde sus más intensos significados. Los placenteros y lejanos días de Combray, sus viejas calles, sus hermosas iglesias, la rancia aristocracia de Guermantes, ese universo en fin, narrado por Proust de un modo tan sentimental, acaso tan chic, y en ocasiones grandilocuente, reaparecía en el mismo sitio donde hubo una antigua y dolorosa fractura. El inmenso tejido de una de las novelas más extensas de la literatura de Occidente hacía hipóstasis sobre la huella que había dejado la ausencia y, desde ella, reconstruía la existencia hasta ese momento obliterada del artista.
En una célebre carta al filósofo Federico Schelling, su joven compatriota, el también filósofo alemán Federico Hegel, afirmaba “precisamos de una nueva mitología”. Existe una sensibilidad muy especial que explora más allá de los límites de la razón y supone la existencia del mito, la búsqueda de su verdadero sentido en la historia de la cultura. Proust es uno de los mejores ejemplos de esto que estoy diciendo. El gran autor francés tocó un punto neurálgico cuando hiciera del acto de la reminiscencia, la pieza clave, no sólo de su literatura, sino de su relación personal con la cultura; entre tanto, desarrollaba un método de construcción literaria basado en la psicología del escritor. El viejo tema de la redención humana, como el recurrente asunto proustiano del autor que busca a través de sus palabras el valor de una vida perdida, remiten por igual a una problemática que una época tan convencional como la nuestra ha reubicado con desdén en el terreno del mito.
Tal vez por eso no sólo es importante afirmar que los vínculos entre literatura y filosofía no están rotos, y que debemos sumergirnos en esa relación, intentando demostrar lo mucho que le debe la filosofía a la sensibilidad, porque además, es significativo expresar la necesidad que tiene la filosofía de ver reactivada su misión en el seno de la comunidad humana. Ya que mito y razón, literatura y filosofía, deberían confluir juntas hacia un espacio interdisciplinario que hiciera posible disolver “las oposiciones solidificadas.” La filosofía podría ser de esta manera, el resultado coherente de la abstracción intelectual y la sensibilidad, pues como el arte, está llamada a operar a través de la sensibilidad extrema, y, como la ciencia, por medio de la gestación laboriosa de conceptos. Por lo anterior, vale reiterar la pregunta, aunque sin pretender una respuesta, ¿qué es filosofía?
La memoria supone el recuerdo abstraído del mundo, y el orden del mundo podría surgir como resultado del devenir de la consciencia que recuerda. No existiría ninguna posibilidad sistémica de inteligencia y elaboración de la cultura, si los seres humanos careciéramos de la capacidad de la rememoración. La memoria comprende el ordenamiento sucesivo de los días, que es el orden cíclico de la naturaleza que se repite a sí misma regresando una vez más desde el pasado. Porque lo que la consciencia y el mundo expresan de consuno, es ese de cursar perennemente inconcluso, ese llegar para después volver, ese proceso inacabable, que como las mareas invariablemente recomienza, y como el mar retorna a sí aunque sin revelarnos jamás su origen.
Platón nos dejó escrito hace milenios que conocer era recordar, ya que para conocer algo, hay que referirlo, ineludiblemente, a su concepto. Si la percepción de una cosa implica la preexistencia de su idea, todo hallazgo se funda en un reconocimiento, y toda cita, (J.L. Borges) es la mítica antesala de un encuentro casual. Siglos después, inscrito a esta línea de pensamiento, Emmanuel Kant trató de demostrar que existe un preámbulo universal y necesario a todo conocimiento, que se presenta en nosotros bajo una forma pura de sensibilidad. “El conocimiento sólo puede ser explicado por las condiciones que le preceden”, argumentó aproximadamente, el filósofo de Konigsberg. Entendida de este modo, la objetividad es el resultado condicionado de la consciencia que conoce, y el elemento subordinado de esa obligada relación gnoseológica. Hay un sostén lógico del conocimiento que nos permite conocer desde un punto de vista humano y, por extensión, hay un fundamento subjetivo de la cultura, que admite los aportes que el filósofo hiciera a la historia del pensamiento: “La cultura, (sólo es), afirmó, la obra metódica de la humanidad”.
Mas, Kant terminó elaborando una interpretación dualista del universo –su “Analítica trascendental”– debido a que, por un lado describió en detalle el proceso por el cual la consciencia construía los objetos del conocimiento, y, por el otro, separó esos objetos del pensamiento en un gesto pertinaz de extrañeza. A pesar de su extraordinario rigor teórico, debió haber algo inconsecuente en el pensador, quien primero supuso la autonomía de la idea frente al mundo objetivo, y luego, aspiró a reordenar ese mundo según los dictados de la idea y el concepto. Ya que una consciencia situada al margen de las cosas, alzada sobre el pedestal de la universalización impositiva de sus presupuestos teóricos, no puede resolver los graves problemas que nos presenta un universo que ha quedado dramáticamente escindido, desgarrado en la dicotomía de sujeto y objetividad. Por ello, si persistiésemos en la vieja concepción que la Modernidad filosófica heredara de Kant, todo cuanto el hombre percibe, lo percibiría como radicalmente diferente a sí, colocado en un sitio que amenazaría con volverse infranqueable. Solamente sería practicable la empresa kantiana del conocimiento de lo real, para dejarlo convenientemente organizado según las leyes de la consciencia, si ese conocimiento nos perteneciera de un modo fundamental, y si, abandonando cualquier postura trascendental, partiéramos de la certeza, que este conocimiento es del todo inmanente a nuestra existencia, en la justa medida, en que la consciencia fuera porción constituyente de la naturaleza del mundo. Singularmente, esa realidad es descrita por Hegel.
Theodor Adorno, antiguo catedrático de Frankfurt, escribió que Hegel le confesó a Eckermann, el amigo y discípulo inmediato más importante del gran poeta alemán W. Goethe, que “la dialéctica era el espíritu organizado de la contradicción.” Por ende, si la dialéctica aspirara a ser consecuente con sus propios enunciados, no sólo tendría que someter al juicio de la contradicción el orden del mundo, sino ponerse en contradicción consigo misma. Debido a que el orden escindido de los objetos que pueblan el universo es también un momento de la ley de la contradicción. Arrinconado en su extrañeza, el artista intuye una peculiar visión de las cosas, donde lo otro inalcanzable se le muestra como lo esencialmente suyo, como aquello que nunca debió separarse de sí, y comprende entonces que sólo la poesía podría superar esa “alteridad radical” que infesta las relaciones humanas y alcanza la disposición indiferente de las cosas: objetivar al concepto, cargar de subjetividad al objeto, volver vivas la relaciones inertes, y dinamitar las estructuras, kantianamente, osificadas del mundo, se convierte en la ingente tarea de quien, llegando a entrever la astucia inusitada de la razón, concibe la dialéctica como ese reordenamiento estelar cuyo método, su sensibilidad privilegiada de artista vislumbrara.
Con otras palabras decíamos, que el hombre y el mundo componen una misma realidad, y que el creador era quien único podía hacer regresar esa unidad primigenia de los médanos del olvido. Conocimiento de las cosas y naturaleza de la existencia se encuentran indisolublemente ligados, porque lo que aspiro a conocer de mí es lo que de mí hay en el mundo, lo que del mundo hay en mí. Y si es verdad que el universo está contenido en la consciencia, es cierto además que la consciencia se encuentra contenida en la naturaleza del universo. Lo que para Proust representó su gran búsqueda literaria del tiempo perdido, devino en la práctica, en filosófica indagación por una identidad obliterada. Aunque esa gran exploración emprendida no estaba limitada a una naturaleza ni a una individualidad en particular, ya que lo que se pretendía eran el tiempo y la naturaleza más universales.
Ortega y Gasset escribió que “Hegel era un Kant que se había encontrado a sí mismo”. Según el escritor español, en Hegel se realizaba, convincentemente, esa difícil palabra alemana erinnerung, la cual traducimos torpemente como rememoración. Por medio de ella, la consciencia llega a la total transparencia de sí, haciendo inteligible su origen y su naturaleza. Cuando Proust dejó esclarecido ante sus lectores, que su arte se fundaba en la paciente voluntad de la reminiscencia, y tras el acto de la erinnerung vendría la convicción definitiva de su vida, el hondo significado de lo que él era ante sí y ante los suyos, estaba trazando sobre bases nuevas la difícil palabra, completamente implicada a su insobornable vocación de escritor, que concluía por legitimar su vida e identificaba su obra con su existencia.
Federico Nietzsche dejó dicho que “el artista era el hombre que danza encadenado”, ya que justamente allí, donde el mundo causal impone su ley inexorable, el artista decide resarcir su existencia desde el programa que ha delineado su voluntad. Explicar la ciencia y la filosofía desde la óptica del arte, y entregarle al arte la substancia indivisa de la vida, establece esa verdad inteligible, intuida alguna vez por Nietzsche, que hace de la vida el testimonio último y, acaso, el más trascendental y esperanzador. El verdadero valor de la filosofía sólo cobra sentido para el creador, sobre todo si repitiéramos para nuestro fuero interno esta hermosa frase de Ortega, hacer filosofía significa “salir a cazar el unicornio.” Sólo puede estar ausente lo que alguna vez estuvo, lo que nos dejó sobre la arena el dibujo de su escurridiza figura. ¿Qué fractura en lo real representa su huella fabulosa? O, ¿cuál es esa nota esencial que debió acompañarnos siempre y ya no está con nosotros?
La filosofía tiene la responsabilidad de reencontrar esa nota perdida, desde la cual se aproximaría un poco más a su inagotable objeto. Esa nota extraviada y única es el ser, que surge en la historia del pensamiento como un universal intuido, y que podría unificar el saber al remitirlo siempre a sí mismo. La experiencia de la filosofía contiene el carácter intransferiblemente especulativo y hondamente dubitativo de la condición humana, y sobre esos temas es que se proyecta un pensar que comienza por pensarse a sí mismo, y en su gestión localiza la raíz más universal: El ser como lo realmente indubitable; entendido como naturaleza, y entendido en su relación crítica con la naturaleza, aunque sobre todo aprehendido en su acepción cardinalmente dialógica y eminentemente social.
No obstante, la pretensión del racionalismo siempre ha sido atribuirle el principio de identidad al ser, pero el hombre, abandonado a la incertidumbre del tiempo, y arrojado como un objeto al trasiego indiscriminado, no puede reconocer su propia identidad sino como algo distinto a sí, constantemente pospuesto por el discurso fragmentario de los días. El ser es así el gran ausente de la filosofía; la breve huella sobre la arena que se descubre cuando se han recorrido largamente las planicies indiferenciadas del desierto para asistir a la oquedad vacía de sí mismo, a la ausencia de suelo donde ya no es posible otro testimonio que la tristeza o la soledad. La soledad que corre a cargo de los otros, y la terrible tristeza del ser reflejada en su ausencia. Sin embargo, el ser, asumido como el otro que está a nuestro lado, en quien persiste la problemática esencia de lo que en realidad somos y que, paradójicamente, se ha convertido en el otro inhóspito e inalcanzable.
Pensando en cosas como éstas, y en las que, singularmente, se afirma también la vida, Ortega escribió que “donde no hay problemas no hay angustia, pero donde no hay angustia no hay vida humana”. Para el hombre de la Modernidad cartesiana, ser será, invariablemente, pensarse, lo cual termina por significar que el primado del pensar resulta en síntesis un apartamiento psicológico, la más letárgica exclusión de la vida en el adentro. Luego, ¿es suficiente pensarse a sí mismo para llegar a la compresión de nuestro ser y de nuestro destino? Contradictoriamente pudiéramos volver a preguntar, y a responder: ¿Dónde está mí ser? Oculto bajo la costra de mi reflexión. Pienso y me averiguo constantemente a mí mismo, no obstante sé que puedo cometer error. Singularmente, Hegel se percató de este peligro cuando advirtió en una frase que reza aproximadamente así: “La muerte eterna que amenaza a los espíritus puros cuando la naturaleza no es lo suficientemente fuerte para proyectarlos hacia la vida”.
Dos
Escribir es exteriorizar la reflexión, es también estar dispuesto a someterla a juicio. Si bien es cierto que no puedo negar que pienso, cuando me estoy pensando estoy establecimiento una falsa división en el seno de mi consciencia: entre aquello que soy, y aquello sobre lo cual pienso; entre aquello que soy, y aquello que debo ser. Y ya que pensar es siempre pensar en algo, al descubrir el primado del sujeto –Descartes– descubro además la instancia inmediatamente correlativa del objeto. Después intento racionalizar a ese objeto que ha aparecido en mi mente a través de categorías y lo refiero al concepto, y la relación objeto y sujeto se vuelve así, en mi interior, drástica oposición, desgarramiento, y esta profunda incisión la traslado al mundo, e ilusoriamente considero que es real. Pensar resulta entonces oponerse a una realidad que se muestra siempre como distante y ajena. Pues si desde un punto de vista kantiano, la objetividad llega a ser entendida como algo rigurosamente conceptual, e incluso como un modo laxo de idealidad, lo que sucede es que la realidad se ha visto recluida en el interior de la mente, mientras el afuera se ha convertido en una hipótesis.
Platón en la páginas finales de La República, se refiere a la llegada de las almas “a las llanuras del olvido”, “en medio de un calor terrible y sofocante, porque en aquella extensión no se veía ningún árbol, ni nada de lo que la tierra produce (…)”. En la vida ha aparecido un interregno baldío de interdicción, el cual no sólo opera por prohibición, sino por la más extrema tergiversación de todo cuanto el hombre es, de todo cuanto el hombre dice. ¿Cuál es el origen de esa malformación que conmueve de raíz a la cultura y se asienta en la vida adulterando sus valores más elementales? ¿Hasta qué punto los problemas que presenta el conocimiento, comprometen el significado de nuestra existencia? ¿Autocomprensión existencial y develación a la par del significado omitido del mundo? Mientras el acto de la erinnerung, ¿no sería aquella volición hacia sí, por medio de la cual la consciencia intenta recuperar su ser; es decir, su identidad omitida, soslayada, impugnada?
Hegel, como los antiguos griegos, propuso la identidad del ser y la consciencia. Este pensador alemán quiso hacer coincidir el orden de la naturaleza con el de la razón; sin embargo, la razón se nos vuelve impotente para explicar dicha unidad. Ya que si bien es cierto, que hay una unidad que engloba consciencia y naturaleza, dicha unidad no refleja la simple identidad del concepto consigo mismo –eso sería tautología– sino con lo otro pleno y distinto aparecido en el horizonte del devenir. Y ese otro surgido en la complejidad del tiempo, ¿qué es? La vida misma. Vida que constantemente desborda todos los límites, y no necesita del proceso puro de la intelección para producirse.
En un estudio sobre Hegel, Adorno razonó que toda identificación del ser con la consciencia se convierte a la larga en una tesis idealista, ya que desemboca, invariablemente, en el primado del pensamiento. Cuando el ser es entendido como algo idéntico a la consciencia, corre el riesgo de verse sujeto a las categorías y determinaciones que la consciencia impone. Pero si bien es cierto que esa identidad entre ser y pensamiento entraña una determinación idealista que nos aleja del mundo, la verdadera conjunción del ser y la consciencia –donde radica su posible albedrío y, a la vez, su patente mundanidad– se pudiera quizás resolver en la coincidencia de ambos términos con la vida distinta y la naturaleza diversa. Abundando sobre esto, Hegel afirmó: “El concepto tiene su propia determinación, sin embargo, su concepción es la ley del acontecimiento mismo (…)”.
Si el concepto es ley de la naturaleza, es porque la naturaleza se interioriza logrando su ser en el concepto, y el ser se exterioriza hallando su esencia en el acontecimiento puro de la naturaleza. Ya que lo que hemos visto emerger, es la apropiación del concepto de naturaleza, desplazándonos para esto del supuesto en sí autónomo de la consciencia, al principio de identidad entre ser, consciencia y realidad. La síntesis deseada por Hegel –entre subjetividad y substantividad– no tiene porque verse recluida al ámbito interior de la consciencia, puesto que el “adentro” de la reflexión, y el “afuera” de la naturaleza, son sólo categorías impuestas por la abstracción, debido a que consciencia y naturaleza participan de una misma e indivisible esencia.
Luego, ¿tiene sentido o no proseguir en ese esfuerzo de repensar el pasado, partiendo del supuesto de que en él habita una identidad extraviada que la consciencia quiere traer a sí, como emergiendo de las brumas de la más lejana ausencia a la más activa presencia, y de la indagación más abstracta a la actualización del pensamiento, que decide ponerse a observar la vida para conocer las condiciones inmediatas de la existencia? ¿No es, acaso, legítimo e insustituible este tránsito que algunos llaman filosofar, y es incesante exploración sobre el ser y la naturaleza de la existencia? Entonces, ¿para qué negarlo? Esa razón que hemos adjudicado a Proust –y es en realidad tan correlativa a Hegel– de búsqueda de un tiempo y una naturaleza perdidas, que se rehacen bajo las formas diversas de una historia que nos puede llegar a trasmitir su concepto. Una historia en la que subyace un proceso lleno de contradicciones que, investigándolo, permitiría encontrar la estructura obliterada de nuestro ser para reubicarlo en el contexto vital que le diera origen. Aunque, ¿cuál sería ese origen? Esta es la pregunta que se hace el hombre buscando sumergirse en el sí de su auténtica naturaleza; asumiendo la experiencia del Trabajo como esa actividad humana fundamental que no sólo le permitiría llegar a explicar, si no recobrar su preterida esencia, reabriendo semejante experiencia para la investigación existencial y la filosofía del ser.
Tres
A fines del siglo XVIII, Hegel observó, no sin acrimonia, que su patria, Alemania, no acababa de unificarse en un Estado, entre tanto Francia se entregaba, en esos mismos instantes, “a la más intensa experimentación política”. Para el privilegiado estudioso de su tiempo que fue Hegel, la Revolución Francesa con la construcción del ciudadano burgués, encarnaba el principio del retorno a sí de la conciencia histórica de Europa, y la realización allí de la ideología política de La Ilustración: La igualdad jurídica ante el Estado; la libertad dentro de los límites del Derecho privado; y el sufragio universal como la forma de legitimar el gobierno. Mas, la nueva sociedad civil, emergida sobre las ruinas del antiguo orden monárquico y feudal, nacía desgarrada por las antinomias de opulencia y miseria, y la abstracta oposición de Capital y Trabajo; mientras, el ímpetu de la nueva sociedad industrial destruía las formas naturales de la vida, progresando siempre, y en cualquier parte, por medio de la homogenización masiva y la galopante aculturación.
Hegel afirmaba, que la clásica oposición entre el objeto y el sujeto, eran en realidad formas que adopta el sujeto consigo mismo, puesto que ambos conceptos se relacionan entre sí como determinaciones psicológicas de supeditación y dominación; autoridad y servidumbre. Por ello, lo que hay de antinómico en estas categorías del pensamiento, se traslada a lo fundamental antinómico de la vida y la sociedad. Pero si para Hegel, ser y naturaleza eran concepciones idénticas, aunque resueltas en un plano abstracto, para el hombre de la segunda Modernidad, la Modernidad Crítica y post hegeliana, que dejaran inaugurada Ludwig Feuerbach y Carlos Marx, ser será siempre existir en las unidades dialécticas de razón y naturaleza, orden causal y significado, libertad y necesidad. Y es ahí donde a la milenaria indagación, a propósito de un ser eminentemente conceptual, sucede la moderna reflexión sobre las condiciones reales de su existencia. Fue esta reflexión la que estuvo destinada a deconstruir el andamiaje ideológico de la burguesía, al establecer las limitaciones reales del “sueño ilustrado” y vindicar, vida, naturaleza y sociedad, frente a los postulados más abstractos de la razón.
Moviéndose en torno a ideas similares, el pensador marxista francés de la segunda mitad del siglo XX, Luis Althusser escribió, haciendo uso de un tropo, que el encuentro entre Federico Hegel –la Filosofía– y Carlos Marx –la Crítica–, se había efectuado “en casa de Ludwig Feuerbach.” Lo que éste filósofo estaba infiriendo, es que hay una “razón vital” que nutre por completo la raíz de dicha Crítica. Existe además un segundo deslinde del tropo althuseriano: Esa cita con Hegel fue un diálogo amistoso. La filosofía marxista podría continuar siendo sin prejuicios la filosofía de Hegel, pero con una acotación esencial que la reconduce y, en cierto sentido, la rehace: “Nuestro amigo Feuerbach también tiene razón, situémonos a pensar desde el contexto de la vida y no salgamos jamás de ella”.
Entonces, ¿cuál fue la contribución de Marx a esa cita sancionada por la filosofía? Feuerbach nos propuso entender al hombre como naturaleza, reubicado en su paisaje vital, y asumido desde el libre horizonte de la introspección y la sensibilidad; Marx, por su parte, condujo estas afirmaciones a los ámbitos precisos en que podían ser ampliadas y explicadas: La socioeconomía y la historia; ambas disciplinas comprendidas como esa visión integral que reconstruirían, globalmente, las relaciones del hombre con el tiempo y la naturaleza. No obstante, cuando la economía marxista ambiciona organizarse en Sistema, teniendo para esto como preámbulo la filosofía hegeliana, corre el serio peligro de olvidar lo pactado con Hegel: “No olvidar jamás a Feuerbach”. No olvidar a la vida, ni al hombre concreto, corpóreo, circunstancial, completamente inscrito en el cosmorama de la vida, y que no sólo es el verdadero objeto del conocimiento, sino el irrenunciable sujeto de cualquier proyecto libertario. Ya que fue el horror al claustro hegeliano lo que motivó al joven Marx a aproximarse a Feuerbach desde el aireado horizonte de aquellos valores básicos.
Arrojando luces sobre su propio pensamiento, e inclusive sobre el modo en que éste sería posteriormente receptado por Marx, el propio Feuerbach escribió lo siguiente: “El secreto de la filosofía es la antropología, pero el secreto de la filosofía especulativa es la teología.” Lo dicho aquí, si se desarrollara en toda su coherencia, conllevaría a la superación en sí de la filosofía por la antropología, y por el resto de las nuevas formas que adopta modernamente la ciencia. Sin embargo, cuando Feuerbach hizo su afirmación, lo hizo desde el lugar de la filosofía, y como una aserción que la propia filosofía hacía. Tal vez porque el contenido de la filosofía no puede ser el contenido de la ciencia, pues aunque su “secreto” pudiera estar en la antropología, lo que puede hacer la filosofía con él es incomparablemente distinto a lo que haría en su lugar la ciencia. Ya que los problemas sobre los que aquella diserta son exclusivamente inherentes a su naturaleza. Y es que en filosofía no importa tanto el objeto en estudio, como el sujeto que estudia; el sentido del análisis en sí, no lo analizado, debido a que es el sujeto quien despliega ahí la estrategia de su escritura y de su saber, y con ellos, la estructura legitimada o postergada de su ser. Y es ese sujeto, y no otro, el que reclama para sí la reflexión filosófica.
Si Marx hubiera convertido la historia y la socioeconomía en las ciencias generales del hombre, y, en vías de lograr una solución teórica, traspasado a éstas disciplinas los problemas que, secularmente, venía abordando la filosofía, habría reabierto a un nivel superior el ideal humanista de Feuerbach. Por ello, si bien afirmamos que el principio de la reflexión especulativa es el ser, ¿qué es lo que se pretende suprimir de él con el proclamado fin de la filosofía?
La raíz de la filosofía, en su milenaria reflexión sobre el ser, es la libertad, ese motivo substancial que el joven Marx pudo advertir en la doctrina epicúrea, y en la corrección que “el gran iluminista griego” hiciese a la teoría de la libre caída de los átomos de Demócrito de Abdera. La libertad es el ideal del ser, y el ser –esa increíble partícula verbal– es la única forma capaz de consolidarse frente a la permanente actividad del pensamiento y la naturaleza.
En Hegel el concepto de la libertad (“concientización de la necesidad”), se explica como el resultado del saber de una consciencia que se realiza cuando le es dado comprender la verdad de su propia naturaleza. De lo cual se deduce, que la libertad del hombre no se opone a su naturaleza, del mismo modo que la idea no se opone al mundo, pues es en ella que el hombre experimenta toda la patencia de su verdad. Por medio del conocimiento de la naturaleza, el hombre accede a la verdad, y esa verdad lo hace libre. A tono con estas ideas, Goethe afirmó que “todo hecho es ya teoría”; lo que equivaldría a decir en orden inverso, que la teoría, para ser verdadera, necesita habitar en el interior de la realidad, y que el instante puro de la reflexión no existe, puesto que comprender correctamente una situación implica su determinación real.
Entre tanto, en Kant su “deber ser”, entendido como una postulación teorética de la idea de la libertad que se le impone al ser imperativamente, es una construcción axiológica reducida a un argumento puro de la consciencia. Desde esta posición, el pensador de Konigsberg quiso situar su propia relación crítica con el mundo, y para ello, estableció la estrecha correlación entre la libertad y los conceptos también abstractos de la verdad, la eticidad y el ser. Sin embargo, si no hay naturaleza que habilite las realizaciones del ser –su patencia– la voluntad se vuelve incapaz de conquistar su libertad; igualmente, si el ser carece de una verdad que guíe el sentido de su libertad, de nada sirve el contenido abstracto de la eticidad. De todos modos, si la dimensión material de los problemas que suscita objetivamente la libertad para su resolución, nos conducen de Hegel a Marx, la naturaleza eminentemente teórica de la elección –la instancia moral– nos trae de regreso a Kant.
La libertad guarda una estrecha relación con el tema original de la verdad, en un mundo donde ésta señala a la relación más embrionaria que sostuviera el concepto con la naturaleza. Porque lo que hay de irreductible en la filosofía, es su remisión a la verdad que es naturaleza, y es además pasto de la libertad. Verdad que conservaría en su núcleo más radical esa unidad embrionaria que contiene los pares dialécticos de razón y naturaleza, concepto y necesidad, libertad y eticidad. Mas, ¿cuál es la raíz de la libertad? Esta raíz es el hombre, quien, en cuanto naturaleza, es el sujeto irreductible de la historia, y el objeto particular de las filosofías, el sueño arcaico de la religión, y el elucubrador empedernido de las utopías. Paradójicamente, la mayor utopía del hombre sigue siendo la libertad, sobre todo cuando se declara desde el territorio de una consciencia y una naturaleza inflexiblemente apartadas de sí, virtualmente alienadas.
El ser se sumerge en lo profundo que conduce a la vida, buscando remedio a sus graves carencias, y, mediante su constante hacer, abre el cauce para que la vida se proyecte con intensidad, incluso donde la razón se había declarado impotente. Pero, ¿cómo sería posible la libertad para una consciencia que lo que hace es traducir en ella la paridad deformada de la realidad? ¿Sobre qué caminos se puede emprender entonces el proyecto de la liberación? Kant ante esta situación, propuso el instante puro de la reflexión, la edificación rigurosa de una previa “instancia teórica”, que, haciendo abstracción de la naturaleza, le propusiera al ser, el ideal como solución estrictamente conceptual de su dilema. Pienso que sobre esta disyunción se desliza en parte la suerte de la filosofía, sobre todo si establecemos un paralelismo entre la petición de la sensibilidad romántica de Kant, de un universo reconstruido por el ideal moral, y el sueño político de Carlos Marx, de una realidad alienada reedificada por medio de la Crítica.
Mas, lo que creíamos era sólo posible como realidad interior –la libertad– debe resurgir como Trabajo en la consciencia exteriorizada de la reflexión. Pues si la libertad representa la consumación de un largo retorno a sí, –Proust– ese en sí, aunque subjetivo, pertenece al mundo. Ya que el ser no se subordina al orden subjetivo e intencional de la libertad –Kant–, ni tampoco al programa abstracto y universal de la razón –Hegel–, sino a la vida experimentada como fruición y tarea. Porque al final no ha sido sólo el ser, ha sido el mundo el que con él se ha transformado.
Cuatro
La crítica de Marx a La Economía política del capitalismo, debería suponer una vindicación de la realidad frente a la abstracción, vindicación que retendría para sí, de ser viable y valedera, un contenido filosófico universal. Lo que podemos abundar en torno a esto, es que Marx escuchó como pocos la queja capital de la filosofía: su manifiesta incapacidad para “cambiar la vida”. Lo llamativo es, además, que la teoría en estado puro se vuelve enemiga de la vida verdadera, y como para Adorno, la verdad no significa una simple adecuación, sino la completa afinidad de las ideas al mundo. Restaurar la vida y reparar las dañadas relaciones del pensamiento con lo real, era lo que el joven Marx llamaba, conceptualmente, hacer cumplir el programa de la filosofía, que es, intrínsecamente, la misma disposición que conduce al artista a formularle esta petición de principio al mundo: que sea verdadero.
Para esta empresa la filosofía hegeliana no estaría preparada hasta que no se tornara en Crítica de la sociedad burguesa y se viera así, convenientemente, instalada en lo real. Esta Crítica se sostenía significativamente en que, en la sociedad civil, las relaciones naturales habían quedado suprimidas, convirtiéndose en entidades muertas, al ser abstraídas de su propia esencia por las formaciones económicas que, específicamente, engendrara el capitalismo en su tal vez inevitable tránsito histórico.
La economía bajo el capitalismo es un orden objetual de relaciones que circundan completamente al ser, que fracturan el orden de sus relaciones naturales, y de hecho lo convierten en un objeto más del sistema. Dicho sistema, tuvo su origen en la existencia natural, por tanto, la lógica que gobierna primariamente a la economía, es expresión del comportamiento y necesidades de la naturaleza. Hegel hablaba de la socioeconomía como de un segundo universo construido por el hombre desde el concepto, lo cual podría conducir a que fuera filosóficamente comprendida como la manifestación de los problemas que exterioriza la condición humana y revela la estructura interna de su ser.
Aunque la reflexión marxista sobre el Trabajo es la que nos descubre toda la inmanencia de esta relación crítica que sostiene el ser con la economía, ya que los conceptos de cosificación y alienación, dejan de ser aquí entidades abstractas, para reaparecer como el resultado histórico de una profunda incisión acontecida en las instancias inmediatas de la vida. Para Hegel, la cosificación era una postulación de la consciencia que piensa al objeto como radicalmente separado de sí, que afecta la estructura del ser y lo escinde, arrojándolo a la lógica implacable del trasiego y el devenir. Para Marx, la idea, previamente inmaterial de la cosificación, se ha naturalizado, haciéndose afín al mundo:
El concepto de la alienación se origina en Marx con la expropiación al obrero del producto de su trabajo, la conversión del propio productor en mercancía, y el enmascaramiento del verdadero valor del producto por las leyes del mercado. Existe, de esta manera, una “ley de desproporcionalidad” que rige globalmente la maquinaria del trabajo abstracto bajo el capitalismo: El aumento progresivo de la producción, y la consecuente caída de los precios del mercado, devalúa, en progresión inversa, la labor obrera. Por ello, la recomposición de la identidad original entre el producto y lo producido –la superación de la falsa oposición entre Capital y Trabajo– señala, tanto hacia la reunificación de la consciencia previamente escindida –Hegel–, como a la superación de una concreta situación económica social. Por ello, si en Hegel la alienación del ser finiquita con la reapropiación abstracta del objeto por el sujeto, en Marx se consuma, en la práctica, con la socialización de la riqueza creada.
El comienzo del estudio de las razones históricas de esa deformación fundamental que padece la vida, pertenece prioritariamente a Marx. Llamativamente, los estrechos vínculos existentes entre la consciencia y la naturaleza no han sido nunca eficazmente esclarecidos. La consciencia que comete error obliga a una relación errónea con el mundo, al relacionarse con una realidad que no ha sido adecuadamente pensada, y al experimentar, en consecuencia, una existencia dramáticamente mediatizada. Las razones, aunque pudiera decirse que son primordialmente objetivas, si no se resuelven también en el plano de la consciencia, no se resuelven.
El desarrollo dialéctico de la historia ha determinado una configuración intensamente heterogénea de los acontecimientos, y, sobre todo, ha permitido superar el concepto de una evolución histórica uniforme, conduciéndonos a revalorar lo que Martin Heidegger llamara peyorativamente “el mito del progreso”. El progreso del mundo, si es real, se ha efectuado sobre la base de la abstracción sistemática de las formas naturales de la vida y la enorme concentración, en su lugar, del capital abstracto; entre tanto, el papel eminentemente dialógico de las relaciones humanas, en su sentido helenístico, ha desaparecido prácticamente por completo. A la muerte del hombre–público ha sucedido, en todas partes, la proliferación del hombre–mercado. Por lo que, los problemas que detecta la filosofía Crítica inciden sobre una realidad mundialmente alienada, desnaturalizada.
Si quisiéramos rehabilitar al marxismo como filosofía, habría que devolverlo a la previa instancia Crítica donde surgió como pensamiento, a una constante relación con Hegel y el pensamiento filosófico en pleno. Y desde ahí, retornar a pensar todo su recorrido, como singular método de interpretación de la historia, y en extraordinaria interacción con ella, donde el lado positivo de su expresión teórica, pudiera todavía arrojar nuevas luces sobre el lado oscuro de la negatividad histórica que, en un momento determinado, sin dudas encarnara. Marx, si fuéramos a comprenderlo desde la raíz filosófica donde inicia su itinerario intelectual, fue críticamente epicúreo, ya que reconocía en el hombre natural y sensible, el inevitable punto de partida del principio de la libertad, que es lo que lo hace sujeto y activo agente del devenir... Y es que hay que regresar a beber de las fuentes originales del marxismo, que no fueron otras que el humanismo milenario. Para este pensador –es muy necesario recordarlo– la razón fue siempre en el fondo griega, helenística. Él hablaría, frente al Estado prusiano, de recuperar revolucionariamente aquella vieja razón perdida, mientras tenía que vérselas con una realidad social encantada, fetichizada por la Ideología y la Religión, desde las cuales se levantaba una fementida Modernidad que hacía del dinero su nuevo ídolo y su único dios.
Pienso además que cualquier futura reflexión filosófica para ser valedera, debería asumir del marxismo al menos uno de sus principios capitales: hacer de la historia y la socioeconomía, las fuentes fundamentales de estudio. Por lo que, regresar a la raíz hegeliana del pensamiento marxista, se debe hacer con el objeto de retomar la instancia eminentemente filosófica que condujo a la preocupación por los problemas históricos y sociales. Pero sin olvidar que, en el fondo, la filosofía no podrá nunca llegar a ser ciencia si no es violentando, tanto su naturaleza existencial, como su viejo carácter dubitativo. La filosofía contempla al conocimiento como un enemigo al que hay que vencer, como aquello que hay que reordenar, afirmando frente a él su libertad y autonomía; su gracia centrifuga, su finura vespertina, su espejo plateado, su libro de las horas, su gnomo, su sibilina y muy pascaliana verdad. El conocimiento filosófico es también la luz difusa que se percibe por la claraboya que hay en la cámara de la ergástula, donde aún no se ha abjurado de las grandes verdades metafísicas. Un poema profano. Una consolación señalada hace mil años por Boecio. Sócrates en la mañana de su muerte, acompañado por sus jóvenes discípulos, disertando sobre la inmortalidad. El ejercicio intelectual de la libertad.
Si la filosofía no puede ser ya si no un pálido texto posmarxista, es, igualmente, en su curiosa ubicuidad, un amarillento texto precartesiano. Para Cartesio, dudar era la vía para llegar a la primera certeza: la existencia indubitable del cogito, mientras que el principio de la identidad del ser, quedaba resuelto en el soy en cuanto pienso. Aunque si esa identidad no debe ser puesta en duda, –es de hecho el necesario punto de partida de la filosofía moderna: pienso luego soy; soy luego pienso–, de esa certidumbre nacerán todas las dudas que desata el ser frente a las supuestas certezas, ya que el fin de la filosofía no es la certeza, por el contrario, es el dubito reflexivo que se afinca en el principio de identidad de la existencia del ser: soy entonces pienso; soy entonces dudaré. Duda jovial y antimetódica que busca en la amistad filosófica la única recompensa, y que hace del simphatos vehículo de comunión y de diálogo, y que es, además, ese “danzar sobre el abismo” del que hablaba Nietzsche.
Por otra parte, Marx afirmaba, que el único modo de superar una contradicción, es haciéndola imposible; o sea, cuando una de las partes en pugna ha sido aniquilada. Pero, ¿debemos seguir entendiendo la relación dialéctica de una manera tan radicalmente antagónica? ¿Acaso no es contradicción en la unidad; relación que preserva la unidad para hacerla entonces posible como contradicción, como superación y como síntesis?
Probablemente la dialéctica tuviera sus primeros meditadores en la China de Lao-Tsé, y llegó a Occidente de manos de Heráclito de Éfeso (siglo VI a.d.c.), aunque tuvo la tendencia a aparecer por mucho tiempo más como un método de exposición discursiva, aliada a la retórica, que como una interpretación en particular del mundo. Es con Hegel que se rescata para la Modernidad, el pensamiento dialéctico en su sentido más original, heredado tal vez de antiguos pensadores alejandrinos, neoplatónicos y cristianos. Mas, es en Marx y en Engels, que la dialéctica abandonará el espacio de lo particular teórico, para comenzar a ser investigada como atributo esencial de la experiencia y la realidad. Pero, ¿es ciertamente posible esta transpolación? O, ¿no estaría lo real determinando otro modo de aparición del fenómeno dialéctico, que iría, de la dialéctica pensada, teorizada, a la dialéctica presentida, experimentada?
¿Cuáles son las bases de las experiencias del ser que lo llevan a habitar en el nudo formidable de una relación dialéctica? ¿Una consciencia que aspira a una conciliación con su ser que actualice su existencia? ¿No sería esa unidad la permanente lucha entre el ser y el deber ser? ¿Entre una postulación teórica de la verdad –localizada en la zona más abstracta de la consciencia– y la nuda verdad del mundo? Porque el deber ser no ha sido desde Kant otra cosa, que una proyección de la consciencia moral que tiende a desrealizar al ser al subordinarlo a un abstracto desiderátum. Empero, el movimiento vital que anima al pensamiento a su constante actualización, lo conduce a una identificación con su ser, hallado en el presente de la consciencia, ahora entendida como el lugar privilegiado de la conciliación, y, a la vez, de la contradicción. Pues la esencia que expone el deber ser, si es comprendida en el camino que va de Hegel a Marx, encuentra su objetiva localización en los ámbitos universales de la realidad de la naturaleza, la historia y la sociedad. Un movimiento feliz que puede ser asumido, como del ser conceptualizado por las filosofías, a la experiencia auténticamente intransferible del ser; la vida misma, y que es como un largo retorno a sí, a la re substanciación de la propia existencia.
Según Hegel, la Idea es inmanente al mundo, debido a que en él, encuentra su auténtica esencia, y esto, derribando todo dualismo y toda metafísica, es lo que dispone al filósofo al estudio del mundo en su devenir. Pero ese devenir, añadiría, será siempre el presente de la consciencia. Por lo que, los estudios contemporáneos sobre vida, economía, valores e instituciones, son sólo viables, en la misma medida en que fue posible esta nueva actitud del pensamiento, enderezado hacia un presente altamente problematizado. De esta manera, el descubrimiento hegeliano del presente histórico, cual nueva tierra de promisión de la filosofía, terminó sentando las bases para el establecimiento de la instancia Crítica –…Strauss, Feuerbach, Marx–, al reintroducir de lleno a la consciencia en las esferas cardinales de la historia y la experiencia social. Un camino que en buena parte continúa todavía inédito, que trae consigo un replanteamiento de la doctrina del ser, y que sólo podría ser recorrido mediante la voluntad moral y la razón filosófica, –Fitche.
Y toda experiencia existencial, en cuanto histórica, se sabe obligada a adoptar la forma universal del tiempo, en la que pasado y futuro son las categorías particulares en que esta forma universal es asumida por la consciencia, envuelta en el permanente acontecer de su contradicción. Por los siglos auténticamente cristianos, San Agustín escribía: “Yo no sé lo que es el tiempo pero mi alma sufre porque quiere saberlo”. Hay así, en esta oración del gran pensador, no sólo la plasmación de una actitud ética –privilegio de la filosofía– en relación a cualquier enigma que proponga el conocimiento, sino también una íntima disposición de espera acrisolada bajo la pálida luz temporal de la existencia. Porque lo que ha aparecido son las formas nobles del tiempo, incorporando a la vida las nociones de la gracia y el sentido; –la híspida esperanza, la irremisible nostalgia, la valerosa ironía... Mientras que el futuro, en su propia formulación, se nos revela como esa categoría temporal jamás visitada por experiencia alguna, a no ser como arte, bajo las formas gnoseológicas intraducibles de presentimiento y anhelo.
Por lo anterior, es que sigue siendo imprescindible recordar que para Hegel, “el pájaro de Minerva sólo se despierta al anochecer”… cuando todo ha acaecido. Porque para el pensador, anticipar la marcha de la historia no debería ser la obra de la razón, ya que, al carecer el futuro de “lo objetivo pensado”, sería como someter a los hombres a los graves peligros que encierra un “ideal imaginario”. Por lo que esa noche, a la que hace alusión la filosofía, podría ser la noche mágica de las intuiciones maravillosas del ser, donde el pájaro de Minerva escoge emprender vuelo. Lo cual sería como proponer una reflexión que, aunque acrisolada en el pasado, estaría dirigida hacia el presente como lugar primado de elección. Y por otra parte, una fe que mirando hacia el mañana, cual máximo postulado existencial, intuya esa forma que los hombres hallarán. Por consiguiente, es necesario que las dudas no hagan morir en nosotros la fe, pero, sobre todo, que la fe no haga perecer nunca en nosotros al demonio de la reflexión.
Después de hacerle el amor a Lou Salome en los Alpes italianos, “a diez mil pies de altura”, Nietzsche se concibió a sí mismo como “el maestro del eterno retorno, del eterno regreso de lo mismo…” Mas, a veces me pregunto, ¿cuándo será posible el regreso de lo otro, tan asombrosamente inédito como un verso jamás escrito, pero tan consustancial y cercano a lo que somos como ese mismo verso? Lo “otro” que llegaría a nosotros como las aguas cíclicas de un río inagotable, que conservaría en un remoto pasado el secreto de sus fuentes providenciales, del todo correlativas a las grandes exploraciones a las que se aventuran, curvando el flujo del tiempo, la existencia y el conocimiento. Tal vez lo que Heidegger llamara “la mañana del ser” – ¿obrera, comunal? ¿brahmánica?–, ¿no sería acaso, esa inédita esencia presentida en el frágil corazón de la existencia, donde el ser se conoce destinado a mostrarnos la arcana patencia de su verdad?
Podríamos de algún modo agregar, lo que Marcel Proust dijera reiterativamente sobre el conocimiento, “aquello que conocemos no es nuestro, o no nos pertenece”. Para el artista, no era el conocimiento en sí, sino la creación más original la que nos remite a una absoluta refundación del ser en las esferas siempre concomitantes del pensamiento y la vida. Y si en el fondo último de las cosas, todo es naturaleza y la naturaleza es consciencia, y la palabra es alocución de las motivaciones más íntimas de nuestra existencia, las grandes falencias del texto y de la vida, ¿cómo se justifican? O por el contrario, si el ser, en su gran aventura, personifica la exaltación de la unidad de consciencia y naturaleza, todo, ¿incluso la vida, podría ser considerada sobrenaturaleza?
Por eso es que, aquellos paraísos, infiernos y purgatorios por los que el hombre moderno se ha visto obligado a transitar en su constante agonía y redescubrimiento de sí, son sólo vías para recuperar la cuotas de humanidad perdida y edificar, desde ella, la Calípolis civil. De esta manera, la gestión por la configuración de una auténtica filosofía del hombre, no tiene porque ser una utopía, puesto que no habita exclusivamente en la palabra, ni encierra tampoco su pensamiento sobre la superficie aplastada de la escritura. Entre tanto, el hombre debe ser entendido como el receptáculo donde se realiza el lenguaje, ya que es en el lenguaje donde se verifica el milagro de su universalidad concreta. Y si bien es cierto que el lenguaje nos captura muchas veces para una condición que nos es ajena, que nos impone el extrañamiento ante nuestra propia esencia del modo más inflexible y doloroso, –Feuerbach– es también, desde el lenguaje, donde nos es dado comprender los temas de la solidaridad y del reconocimiento, en el otro que nos mira, de nuestra propia humanidad.
Lo demás es accesorio, lo es incluso la filosofía en cuanto escritura, porque lo que vincula y habilita los temas básicos de la felicidad y el mejoramiento humano, es el hombre mismo, su palabra, como atributo esencial de lo que se es, donde se viven como reales las relaciones humanas, en cuanto realidades sensorias, fruitivas...
Si la Antigua Grecia significó siempre para Hegel “el momento luminoso de la historia”, es porque la filosofía tuvo allí ocasión de realizar su más alta misión en el seno de una Ciudad–Estado que agrupaba a hombres emancipados. La carencia moderna de una comunidad de hombres libres –donde se verifique, de hombre a hombre, el diálogo filosófico– lesiona de raíz a la filosofía. Por lo que, el menester del hombre que practica la filosofía, es transitar de lo otro a sí mismo, y de ahí a su misión personal y la desdicha. Como Proust, el artista de nuestro tiempo se encuentra llamado a integrar los fragmentos dispersos de su vida, para desde ellos acceder a su verdad –la cual ya no puede ser otra que su obra–, y además como Proust, el artista debe aprender, que el mito es el lado perennemente postergado de su condición, la vehemente rememoración que un día refulgió sobre la arena: El unicornio invicto de la pureza, la sensibilidad y la inteligencia.
* Escritor cubano radicado desde 1987 en los Estados Unidos. Ha publicado con la editorial Betania, Madrid, 011, el libro de ensayos La esplendida Ciudad
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