sábado, 17 de marzo de 2012

Johann Wolfgang von Goethe: “Elegía de Marienbad”

'El amor, cuyo poder 
arrebata la juventud, 
se aviene mal con la vejez'


Esta máxima acuñada por el inmortal Goethe, advierte al acaso distraído caminador de la existencia, acerca de la inconveniencia de sucumbir al llamado de la pasiones extemporáneas. Hasta aquí y solo con esta información, podríamos suponer que estamos ante otro adocenado consejo existencial de un hombre sabio en demasía como lo fuera el autor del pensamiento. Pero indagando un poco más llegamos a descubrir que esa corta frase contiene todo el inmensurable dolor de Goethe, el hombre, y a la vez la frustración que produce le evidencia de la finitud y que en forma tan sublime fuese expresada en la



“Elegía de Marienbad”.

Dejadme aquí, mis fieles camaradas,
al borde del camino, entre las rocas.
Seguid vosotros descubriendo el mundo,
la vastedad del cielo y de la tierra.
Atentos a sus mínimos detalles,
desvelaréis secretos y misterios.
Que el mundo y yo caminos diferentes
seguiremos, por más que un día los dioses
su elegido me hicieran. Pero hoy
a prueba me pusieron, y el regalo
envenenado de Pandora tuve.
Unos labios besé, que me rechazan;
dulce veneno con que me han matado.

J.W. von Goethe (estrofas finales de: “Elegía de Marienbad”)


Corría el año 1823, cuando el noble consejero privado de la Corte de Weimar, Johann Wolfgang von Goethe, el autor más famoso de Alemania, ya septuagenario, se enamoró de una muchacha a la que cuadruplicaba la edad y que flirteaba con él igual que una nieta afectuosa con su encantador abuelo.

Goethe, que hacía un lustro que había enviudado, conoció a Ulrike von Levetzow en 1821, durante una temporada estival en el balneario de Marienbad.

Dos años después, tras consolidar la amistad con el cruce de algunas cartas intranscendentes y otra temporada de verano, el célebre autor se decidió a solicitar la mano de la muchacha. Si bien el novio era viejo, además de los numerosos honores que inmediatamente engalanarían a la esposa, la petición incluía una suculenta oferta: la concesión de una elevada renta vitalicia a la joven por parte del archiduque de Weimar cuando se quedase viuda. Pero Ulrike, que entonces contaba 17 años, rechazó la oferta. La joven se sentía muy unida a su familia como para abandonarla tan temprano; además, consideraba al 'anciano Goethe' casi como un padre, harto benevolente y cordial, pero nada más. Nadie la presionó en su decisión: el corazón y no el interés fue su único consejero.

Rechazada su propuesta matrimonial, el 5 de septiembre de 1823, Goethe abandonó el lugar de su derrota sumido en un considerable estado de postración; una vez acomodado en el coche que debía conducirlo a Weimar, haciendo caso omiso de sus acompañantes, comenzó a componer los versos de lo que habría de ser la Elegía de Marienbad. Aquel extenso poema, canto a la amada imposible que anima y desdeña, producto de un estado de pasión extrema y un tanto deudor de la admiración que el Goethe maduro sentía por el impulsivo Lord Byron, fue el mejor desahogo para la nostalgia que embargaba al rechazado poeta.

A su llegada a Weimar, Goethe copió esmeradamente la Elegía en buen papel, con grandes caracteres latinos y la encuadernó cuidadosamente en tafilete. Tan encantado estaba de sus propios versos que confesó con suma ingenuidad que no había cesado de leerlos 'hasta sabérmelos de memoria'. Sólo en contadas ocasiones los mostró a alguno de sus íntimos, como Eckermann o Von Humboldt, pero poco antes de que se publicase, en 1826, ya corría de boca en boca que Goethe había escrito un incomparable poema de amor; finalmente, el propio autor se lo envió también a Ulrike. Una naturaleza tan conciliadora como la de Goethe sabía siempre cuál era su lugar.

Con todo, y a pesar de la sublimación de su dolor, el anciano enamorado sufrió enormemente durante los meses otoñales que siguieron al desengaño; renunciar con resignación al amor, admitir la implacable vejez era factible en teoría, pero muy distinta era la práctica.

Precisamente, de la renuncia necesaria, de los deseos adaptados a las diversas edades de la vida trata El hombre de cincuenta años, que Goethe comenzó a componer antes de conocer a Ulrike y que, habiéndolo dejado abandonado, concluyó precisamente durante una de sus estancias estivales en Bohemia.

Un comandante cincuentón renuncia a desposar a su joven sobrina en favor de su propio hijo, un esposo más idóneo debido a su juventud.

Con una gracia y una ironía notables, cierta ligereza rococó, efectos románticos y hasta algún retoque psicológico que ya preludia a Proust, Goethe hace gala, sin embargo, de una profunda cordura, acorde con los designios de la Naturaleza que aproxima lo que debe estar unido y separa aquello que no se complementa.

Plasmó en el personaje del comandante lo que debería haber sido su propio comportamiento, a la inversa que en su juventud, al concebir el Werther despechado por el desamor de Charlotte Buff; en aquella ocasión fue el antihéroe ficticio quien se descerrajó el tiro mientras el autor curaba su desengaño con nuevos amores.

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