miércoles, 14 de marzo de 2012

El Flaco Benítez

El café se enfrió y sigo volcando números y esquemas en mis hojas de papel.
No tengo la computadora a mano. En realidad la deje en el auto, porque no quise traerla, me pareció una especie de sacrilegio entrar con una notebook, al mítico bar LA PAZ.

Habitualmente hago escala en lugares como Starbucks, donde en cambio entrar sin ella es casi un pecado.

No crean que a este viejo lobo estepario la vida lo ha apurado con un ataque de esnobismo pequeño burgués.

Es que muchos de mis clientes prefieren tener reuniones en esas cafeterías.

Y ellos si son esnobistas.

Con el Lobo tenemos que preparar algunos informes, pero son de largo aliento, tal como los pagos que recibimos. De modo que debo recurrir a mi oficio de ingeniero industrial, bastante requerido en estas épocas para hacer estudios de factibilidad, retornos de inversiones y todas esas linduras que forman parte del “capitalismo serio”.

Dejo por un momento los números y miro detenidamente esta nueva versión del café LA PAZ.

Reviso con la vista las paredes, la posición del mostrador, la ubicación de los baños y pienso que salvo la decoración, que algún galaico empresario gastronómico habrá considerado superlativa, poco parece haber cambiado desde hace casi 35 años. O algo menos. No recuerdo la última vez que vine por acá.

Y si lo hago ahora es a causa de cierta melancolía a causa de una serie de notas que el Lobo seleccionó para una revista. Reviví a partir de la lectura, aquella atmosfera de los cafés de la calle Corrientes, usinas febriles de la actividad cuestionadora para las generaciones de los 60 y 70. De modo que le dije que nos encontremos aquí, en LA PAZ para discutir sobre política, negocios y ese terreno omnipresente llamado amistad.

Falta en este ambiente, además de aquella gente, el humo, sus volutas y ese olor acido, a veces agradable, salvo cuando se pega a la ropa y entonces es preferible oler la camisa de un camionero de la basura.

Me viene a la cabeza una trasnoche en este bar, con una persona que no era “del palo” de la izquierda revolucionaria.

Era un compañero de trabajo, un obrero, oficial mecánico de oficio llamado Leopoldo Benítez.

Leopoldo no alcanzo a conocer a sus padres y fue criado por su abuela paterna y su tía también de la misma línea sanguínea.

Perdió a ambas cuando era un muchacho casi hombre y al poco tiempo perdió a la mujer que amaba, Rita.

La religión ocupaba un espacio menor en su vida y los psicoanalistas todavía no eran ese nicho activo de la clase media porteña para siquiera pensar en ellos.

Aunque, de serlo, no hubiesen sido una opción para Leopoldo.

De modo que la manera en la que elaboro su dolor fue terminante: No más mujeres para amar porque parecía que Dios las colocaba cerca de él para llevárselas arbitrariamente.

Todo esto lo fui coligiendo de charlas como la que recuerdo ahora de un día de Abril de 1975 en el Bar La Paz.

Leopoldo no había ido jamás a ese bar lleno de barbudos hablando de revolución y mujeres de pelos largos y ondeados opinando a la par de los hombres y fumando cigarrillos negros.

Ese sábado habíamos ido a bailar al Desirée que estaba en Sarmiento y Cerrito, un lugar que hoy seria de los llamados para “mayores de 25” pero en los que había mujeres de más de 35 que para mi eran diosas.

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-¿Ves mi niño como los sapillos saltan?
Miró con delectación los movimientos de los sapos en el agua,
-Abuela 
-Sí querido…
-¿Cómo comen los sapos si no tienen dientes?
-Ja.ja,ja. Míralo que rico Luz. ¡Que apenas tiene cuatro y cómo piensa!-Luego mirando a “su” niño le dijo:-Mi amoroso, ellos comen unos bichitos y con su sola lengua les mastican. 

¿Entiendes?
La tía Luz acaricio su cabeza. El la miro con afecto. Prefería que la tía Luz lo acariciase y no que le diese besos, porque era molesta y, además, tenía bigotes.

-Anda niño. Ale!. Es hora de irse.

Tomo la mano de su abuela y la de su tía Luz y los tres fueron caminando por el borde del arroyo.

Recordaría luego, con el paso de los años, los sauces y las pequeñas chacras que se veían a los costados del camino. Y ese trayecto donde su abuela le contaba historias fantásticas y su tía Luz reía de las ocurrencias de su madre y de las respuestas de Leopoldo.
Porque él tenía un nombre importante: Leopoldo León Benítez. Como que sería un hombre importante en el sueño proyectado de su abuela y su padre. La madre de Leopoldo, Ester, no tenía demasiado peso en esa sociedad familiar, a la hora de criar al niño.
Pero luego no tuvo ninguna. Porque murió junto con José Felipe, el padre de Leopoldo en el accidente de trenes de la estación Avellaneda de 1929.Leopoldo tenía entonces algo más de un año y fue entonces que su crianza quedo en manos de su abuela y su tía Luz.

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Conocí a Leopoldo cuando el tenia 46 años y era un oficial mecánico de categoría 12, la máxima categoría para un operario.

Tenía el pelo largo, como lo usábamos en los 70 pero siempre peinado.

Llevaba un peine negro “Pantera” en su bolsillo trasero derecho y cuando consideraba que el pelo se le había desarreglado entonces lo sacaba y se peinaba llevando el pelo con su mano derecha mientras que la izquierda acompañaba el alisado.

-Pareces Elvis le decían los compañeros- y el tiraba esa mueca que significaba una sonrisa

Era delgado y elegante para caminar. Llevaba sus pies afirmando la pisada y el cuerpo erguido. Como el buen bailarín de tango que era.

Yo entonces tenía algo más de veinte y trabajaba en la refinería de Shell en Dock Sud.

Me habían puesto como ayudante para trabajar con él y si bien a mí lo que me gustaba era ser soldador, viendo trabajar a Leopoldo empecé a ver el sentido del diseño de piezas y las leyes de la física aplicadas a la mecánica, aprendidas a desgano en la escuela secundaria cuando estudiaba precisamente como técnico mecánico.

Leopoldo no estaba casado y era bastante mujeriego, uno de los varios puntos en los que coincidíamos. Y en aquellos en los que no coincidíamos plenamente, como en la visión política de los 70 podíamos hablarlo o no ponerlo como un punto de conflicto.
Ya que si bien él, no coincidía con mi ideología de izquierda, tampoco era un hombre cerrado y podíamos discutir sin necesidad de confrontar.

Quizás hubiese sido más natural que aquella noche después de salir de Desirée fuéramos a algún café de la Avenida Rivadavia o a los billares sobre Callao. Pero estábamos caminando sin rumbo y entonces entramos a La Paz.

¿ Aca ? – recuerdo que pregunto y con cara de desconfiado entro conmigo.

-Esto es un zoológico- dijo mientras sacaba el atado de Camel.

Entonces pedimos lo que yo siempre pedía en La Paz, o en el viejo Ramos: café y ginebra.

Y la lengua del Flaco se empezó a soltar.

- Mi tia Luz, que descanse la finada, me regalo esta medalla. Tiene una imagen de la Virgen del Mar.

Beso la medalla y la volvió a colocar sobre su pecho, tapada apenas por la camisa cuyos primeros botones estaban desabrochados.

- Esta virgen es milagrosa y es la Patrona de Almería que es de donde era ella y mi abuela. Siempre me hablaba de esa costa, Nijar, Carboneras, Adra…

Sus ojos quedaron mirando sobre la ventana que daba a Corrientes y se puso a cantar por lo bajo una canción:

- Sobre las olas nuestra señora
va caminando
Sobre las aguas viene la Virgen
Con su hijo en brazos…

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-Oye Luz, míralo. Ahí va él. Tiene el “arma” de jefe, como tenía el padre

La admiración de la abuela por el niño, no estaba exenta de rigores. De modos de proceder y por los que Leopoldo debía transitar.

Ser líder. Ser valiente. Tomar iniciativas. Todo eso estaba en el catálogo que la abuela tenía sobre lo que debía ser un hombre importante.
Y todo eso lo iba transmitiendo con la paciencia infinita con que la araña teje su tela y una mujer es capaz de formar a sus críos.
Un tiempo dedicado que un hombre, a la distancia, considera divino y solo tiene una forma de agradecer ese tiempo dedicado: vivir como fue enseñado a vivir en su casa de origen.

Y aquella imagen de Avellaneda en la que Leopoldo corría mientras que con su voz y sus brazos, dirigía a un grupo de niños de su edad. Quizás fuesen una docena.

-Vos allá Tito, andá con el Gallego.

Todos esperaron detrás de los árboles hasta que uno de ellos apareció en el medio de la calle y agitado y corriendo gritó:

-Ahí vienen ¡!

Y ahí venían.

Golpeando sus látigos contra el piso y sabiéndose odiados, asumiéndose como lo que eran: los “chanchos”.
Revoleando sus redes, para colocar en las jaulas a los perros que encontrasen.
Y ahí venían, en el camión de la perrera, dispuestos a llevarse lo que otros habían cuidado. 

Queriendo mostrar que había una autoridad, que otros desconocían.

Entonces los chicos, hacían su parte. La mitad corría delante del camión y espantaba o cubría a los perros.

La otra mitad tiraba piedras a los “chanchos” molestándolos en su tarea.

Cada tanto el camión se detenía y los cazadores amagaban a bajarse y arremeter contra los chicos. Era entonces cuando ellos se dispersaban como gorriones y donde los planes de Leopoldo comenzaban a funcionar.

-¡Asesinos!-era el grito de guerra.

-Dale Tito, cagale un piedrazo al chancho gordo!

¿Cuántos perros habrían salvado?

Quién sabe. ¿Llevaría la cuenta, ese Dios que se llevaba a las mujeres que el habría de amar?

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Recordé entonces que mi abuelo, también andaluz hablaba de Almería y de sus costas.

Aunque él no tuvo la presencia en mi vida como la que tuvo la abuela del Flaco en la propia.
Raíces, sangre, historia.

“Estoy convaleciente de una gran batalla y necesito poner en orden mi corazón. Ahora sólo siento una grandísima inquietud. Es una inquietud de vivir, que parece que mañana me van a quitar la vida”

Ese rio de la vida que nos lleva y en el que remamos a veces y otras practicamos rafting

Ahí llega el Lobo acompañado por Rita Panela , Andrea Acosta y Soledad Puga

Vamos a ir al recital de Sabina y Serrat en el Luna.

El Lobo tiene el rostro relajado y su sonrisa muestra que la cercanía de Soledad Puga cambia su ánimo y, que esa tristeza abrupta y tensa que cubre su ánimo, puede ceder.
¿Sera que las damas, nos cambian el espíritu?

Tratare de ser una buena compañía para esas dos buenas amigas que son Rita y Andrea.
Y quizás termine llevando a bailar a alguna de ellas, para que el tango termine de decir lo indecible.

Quizás. Y disfruto de esa distancia que el Flaco tenia con las mujeres, respetándolas e involucrándose solo lo necesario.

Aunque a diferencia del Flaco, no tengo una queja hacia Dios por llevarse a quienes he entregado mi corazón.

Porque mi mente y mi alma, están siempre del lado de Mi Dama

Ebais

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