El terror desciende con el techo de tu propia casa. Te acompaña en todas tus salidas a la calle, Por la noche, de regreso en la guarida, ves una película sobre la resistencia francesa y lo que antes te parecía una hazaña hoy te resulta trivial. Te has pasado el día burlando controles, razzias y "pinzas", compartiendo el territorio con ellos: los horribles.
Ayer en la tarde, conversaste en voz baja con un compañero, sobre lo que está pasando en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Pese al silencio total de los medios, pese al hermetismo impuesto por los milicos, hay filtraciones, vahos que se escapan por las grietas de la gran casa de los muertos. Se dice que logró evadirse una chiquita de quince o diecis años. La dejaron por muerta en un galpón junto a otros cadáveres que estaban por ser cremados en el horno de la Escuela. Aparentemente trepó sobre los cuerpos, alcanzó un ventanuco, se escurrió por ahí y se arrojó al piso. Nadie la vio y avanzó hasta una alambrada, que logró saltar, luego corrió campo traviesa, saltó otra alambrada y se perdió en la tiniebla. Evocaban la escena oculta mientras caminaban por la calle Córdoba pasando Pueyrredón entre bares, pizzerías, inmobiliarias y un kiosco de diarios; el barrio viviendo a pleno con las luces de la noche, mientras la voz del compañero te recreaba los pies desnudos, en la sombra azulada, trepando sobre la pila de muertos. ¿Verdad, mentira? Acaso nunca lo sepamos.
Dicen que en la ESMA cortan los miembros con una sierra eléctrica. Que allí fue despellejado el "Nono" Lizaso en presencia de su familia. Jorge cayó frente al café los Angelitos en avenida Rivadavia. Así lo contó a la Orga Diego Guelar, un compañero que tenía una cita con él y vio como se lo llevaban, herido y gritando que era un secuestro.
Todos los días te enterás de una caída. Alguien te dijo ayer: "Secuestraron a Jarito Walker en un cine. Tenía una cita en un cine de barrio, entró la patota y se lo Ilevó de los pelos". Jarito: su entusiasmo ante una "nota bárbara". Jarito en la Orga. No sabés cuando te va a tocar. Cuando vas a caer vos en la cita envenenada. Tengo miedo por Silvia, por los chicos. Sabés que tenés que matarte cuando te agarren para que no puedan chantajearte con tu mujer o tus hijos. Que ese es el punto vulnerable de esta guerra sucia. La ventaja que tienen ellos sobre vos. Su absoluta falta de límites para vencer. Su definitiva renuncia a la condición humana.
Compartís el territorio con los horribles. Los ves todos los días. Pasan en los Falcon verdes o celestes, medio cuerpo emergiendo de la ventanilla, la Itaca enarbolada contra cualquiera, desde la impunidad absoluta. Tienen caras siniestras, de autentiicos degenerados. Donde no cuesta descubrir los rasgos del asesino, el violador, el tipo que se va a meter una noche en la tibieza de tu intimidad, para arrancar de la cama a tu mujer en camisón para meterle una 45 en la cabeza a tu nena. Este es el Estado, querido, la alimaña que se esconde detrás de los faldones de la Patria. La fiera que acecha en el seno del poder. Con ellos compartís el territorio. Hasta que todo se acabe en un minuto.
Subís al colectivo cerca de tu casa. Hace frío y viene bien que haga frío porque el sobretodo te permite disimular los dos fierros: el tuyo y el que le llevás a un compañero. Estás por pagar el boleto cuando ves, a través del gran parabrisas, que hay una "pinza" del Ejército a dos cuadras. La cabeza funciona a mil por hora. Le hacés una pregunta estúpida al colectivero y le pedís que te abra para bajarte. Balbuceás que te equivocaste de colectivo. El chofer sabe que estás mintiendo. Te mira y ve la muerte en tus ojos. No dice nada pero se caga en la disciplina de las paradas y te abre la puerta, para que te descuelgues con el coche todavía en movimiento. Le murmurás "gracias" antes de saltar y sabe que no es una forma de cortesía. Llegás a la cita y olés que está cantada. No hay nada en el barrio sur que te lo diga. Los mismos balcones, los mismos balaustres. Las mismas tiendas bostezando al sol de la tarde que comienza. Pero hay algún elemento indefinible en el paisaje urbano que te alerta. De pronto lo descubrís es un Chevy negro con cuatro tipos que aguarda estacionado sobre Solís en la entrada de las cuatro cuadras que demarcan el territorio de la cita. Raudamente guardás en un bolsillo interno el "buscapolo" que tenías a la vista como contraseña Pero no te detenés abruptamente porque eso sería alertarlos. Seguís caminando hasta la esquina, luego cruzás en diagonal y te vas por Solís de contramano. Sin darte vuelta, con el rabillo del ojo ves que el Chevy sigue parado en la puerta de la trampa. Aparentemente no te miran porque no entraste en la zona demarcada. Das la vuelta hacia Entre Ríos y te trepás al primer colectivo que baja hacia el centro. Te creías a salvo; estás totalmente equivocado. Al llegar a San Juan te arrojás literalmente dentro de la boca del subte, para hacer "antiseguimiento". Un golpe de adrenalina te eriza la piel: hay un soldado de fajina, con un FAL en la mano que monta guardia en el rellano. Y vos bajaste ya tres escalones. No tenés retorno. Si te das vuelta el tipo dará la alarma o te meterá un tiro por la espalda. Mientras lo pensás aparece un oficial. Por suerte estás "limpio". Ni armas, ni papeles. Tampoco documentos falsos, sino una cédula con tu nombre verdadero. El oficial te mira. Bajás como si nada y le preguntás como un ciudadano decente que no teme al Ejército: " Disculpe, este es el subte que va a Boedo?". El tipo contesta maquinalmente que sí por suerte es un queso de bola y le ganaste psicologicamente la primera jugada. De pronto reacciona y te dice bruscamente: "¡Documentos!". Le extendés con terror la maldita cédula donde desgraciadamente dice la verdad, rezando para que ese salame no se acuerde de tu nombre maldito. El boludo la examina atentamente para comprobar que no es falsa. Falsa, je, je, ojalá fuera falsa. Entonces le ganás la segunda vuelta. "Puedo entrar?", preguntas con naturalidad y el salame asiente. Perdió un round, pero vos no sabés lo que te espera. Entrás al infierno del Dante y lo que ves a tu derecha termina de helarte la sangre: tipos de civil (que deben ser de Coordinación Federal) tienen a varios pasajeros contra la pared, mientras cotejan sus documentos con unas listas en las que tu nombre no debe faltar.
Escurriéndote, procurando convertirte en el hombre invisible, caminás hacia los molinetes y tratás de meter en la ranura uno de esos cospeles que tenés la previsión de llevar siempre en los bolsillos. El miedo es esa falta de puntería una fichita metálica, apretada por dos dedos temblorosos, que no acierta a meterse en la ranura. Lo conseguís espiando con disimulo que nadie te haga señas para llevarte al lugar donde los canas realizan su control, porque entonces sí que estarás jodido. Bajás las escaleras reprimiendo el impulso de correr y llegás a un andén vacío. Casi vacío. En un costado lográs descubrir a un abuelito con dos nietas que se pesan en una balanza. Vos y ellos son las cuatro personas que han logrado eludir la pinza. El tren no llega nunca. Durante un siglo estás seguro de que milicos y policías van a aparecer en cualquier momento por la arcada que acabás de trasponer, gritando tu nombre. Qué vas a hacer entonces? Tirarte a las vías, tratar de escapar por las vías o de morir bajo un tren o acabar con la fuga, que te disparen por la espalda. Tu vista está clavada en ese túnel dolorosamente vacío por el que no acaba de aparecer la maldita máquina. Todo llega, también el subte argentino. Nadie ha bajado vociferando tu nombre. Entrás al vagón te mezclás con los argentinos normales que soportan la grisura de sus vidas con prescindencia de que gobiernen los peronistas, los radicales o los militares. Ponés la misma cara de aburrido que tus compatriotas, pero tenés los sobacos aureolados de sudor y te gana –en medio del alivio– una nueva aprensión: que te detecten por el olor. Porque el terror huele.
Miguel Bonasso
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