Con la luz del atardecer, la imagen de un riachuelo adentrándose en el Sur es como un tajo negro en el paisaje del suburbio, tristeza de arrabal sentenciaría Manzi, melancolía de la necrosis urbana, digo yo.
Nacho tiene la mirada fija en el camino y ya no habla, yo me arrastro hacia una zona de profundo silencio que me atrapa contradictoriamente en un extraño recogimiento.
“Los ojos en el paisaje y la mirada hacia adentro”, parece ser la consigna, solo Martina comenta cosas que nadie oye, mientras su voz se evapora como un perfume efímero que termina muriendo en un sonido lejano incapaz de atravesar los pensamientos.
Puente abajo, la Avenida Almirante Brown…
-Pará Loyola acá me bajo…
Alcanzo a decir y mientras bajo del automóvil apuro la despedida en la esquina de Aristóbulo del Valle. El auto de Nacho se pierde en la ciudad rumbo al Norte y me quedo allí parado.
Enciendo un cigarrillo, alzo la vista y veo a unos metros sobre Brown el viejo cartel del café “Nuevo Paris”. Un café no vendría mal pienso, al tiempo que me descubro caminando al encuentro de una mesa en ese antro de humedad y escolazo.
El “Nuevo Paris” Bar Billares, aunque vetusto y lleno de jovatos, lleva ese nombre porque sus mesas de billar, su mobiliario y alguna que otra decoración provienen del “Café Paris” que antes de ser demolido, estaba a dos cuadras hacia el rio, exactamente en la manzana que esta entre la bajada del puente y la calle Brandsen. Esa manzana fue demolida íntegramente en los 60’ para dar lugar a un edificio en torre, mucho tiempo antes esa manzana también albergó el edificio de la primera Misión Evangélica de la Boca fundada por el inglés William Morris cuya figura fuera inmortalizada en una vieja película por el actor Narciso Ibáñez Menta.
Me acomodo en una mesa con vista a la calle y desde donde se aprecia en profundidad todo el boliche, una gloria. En la pared de enfrente un enorme cuadro de estilo pub, antiguo y bastante mugriento por cierto, me regala a cuatro perros jugando al póker, un incunable.
El mozo que parece salido del cuadro se acerca y pregunta:
-Jefe, ¿qué le servimos?
-un café y una ginebra, por favor.
Mientras el mozo salido del cuadro se pierde tras el mostrador, pienso:
-habré estado muy turro con Loyola al bajarme así y dejarlo en banda con Martina, no sé, pero no me bancaba más, tuve de repente la imperiosa necesidad de quedarme solo.
Estoy seguro que entenderá. Como caballero que es, la alcanzará a la Martina a tomarse un bondi o quizás hasta la lleve hasta Piñeiro, aunque no creo, estoy más que seguro que como yo, estará afectado con esta última expedición a las ruinas del pasado fabril de Avellaneda.
-Gracias
Digo, mientras el mozo termina de servir la ginebra de una botella transpirada a causa de su prolongada estancia en la heladera.
Ya la tarde se ha hecho noche, y la ventana me devuelve un paisaje nutrido de camiones y automóviles que aspiran volver a sus casas a través del puente, en la vereda en cambio las presencias se ralean y los que pasan son cada vez menos y más espaciados.
Hacia el fondo del boliche se ven varios parroquianos enredados en conversadas partidas de billar y más acá un par de mesas donde se alterna el dominó y desliza la baraja.
Tomo el café y apuro la ginebra, reflexionando acerca del modo peculiar en que en esas calles por las que anduvimos se acumulan en estratos caprichosos, vivencias y recuerdos de distintas etapas de mi vida.
De los días de la niñez en los que mi padre, por ese entonces inspector de reparaciones navales de la Royal Mail Lines, me llevaba a Dock junto a Mortensen, un ingeniero naval de origen danés y subíamos a los barcos de la compañía recientemente arribados a puerto y casi siempre la cosa terminaba en el camarote del capitán donde este en señal de bienvenida y nórdica hospitalidad sacaba una botella de Whisky o Aquavit para agasajar a los visitantes, para mi alguna gaseosa por supuesto, pero en medio de esos rituales yo me sentía Sandokan.
Días de adolescencia, cuando en los días nublados y aun con llovizna gozaba de enfundarme en una vieja campera de cuero negra y mandarme a vagar por el muelle y subirme al paso peatonal del viejo puente Pueyrredón a ver el rio, los guinches, las barracas y solía pensar que un paisaje similar como el de Liverpool había cobijado el nacimiento de la música que me gustaba en ese entonces, “los Beatles”, “Los Rolling Stones”, un boludo tal vez, pero así era yo.
Días de juventud amores, amistad y militancia, más tarde los compañeros de Luz y Fuerza en los tiempos de delegado gremial, el cine también me llevo ahí o tal vez fue al revés, me di el gusto de poner un elefante en el muelle del Dock, helicópteros... en fin mucha cosa en esas calles.
Entiendo las lágrimas de Loyola y entiendo que nos pasó. En el curso de los días vividos uno va acumulando mucho equipaje, tal vez demasiado y con tanto peso a veces se hace trabajoso seguir.
Mañana lo llamaré al Nacho Loyola para decirle que es un maricón que llora por cualquier huevada. Entre nosotros, yo también soy un viejo pelotudo, pero eso no se lo voy a decir a Loyola.
Loboalpha
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