sábado, 21 de abril de 2012

Charles K. Bukowski: un escritor maldito

Barbara Frye, afamada escritora y editora, miraba con cierto desdén a su marido. Éste –apátrida, escéptico, alcohólico y prematuramente maltratado- derramaba líneas sobre el papel que se le asemejaban, más que a versos, a sucios regueros de grasa. Pero no todo el mundo compartía su opinión. Cuando John Martin, de Black Sparrow Press, leyó sus manuscritos, un súbito presentimiento lo iluminó como una bombilla. Ofreciendo al fracasado poeta un salvoconducto para liberarlo de la rutina, Martin tuvo la certeza de haber descubierto a un genio: un señor muy malhablado llamado Charles K. Bukowski.

El joven Heinrich Karl Bukowski conoció muy pronto el desencanto. Despojado de su verdadero y germánico nombre tras el traslado familiar a Baltimore (EE.UU) en 1923, en el nuevo “Charles” confluyeron todos los factores que pueden empujar a un niño al ensimismamiento: un ambiente familiar turbio, un físico poco agraciado y una timidez atávica e irremediable. Demasiado joven para el alcohol o las drogas, demasiado débil para plantar cara, Bukowski se refugió muy pronto en los libros. Tanto es así, que en su poema “Llegaron a tiempo” realiza un agradecimiento conmovedor a los Huxley, Faulkner, Hemingway o Joyce, integrantes todos ellos de su infantil pandilla de celulosa: “Todos estos amigos bien adentro de mi sangre, quienes, cuando no había ninguna oportunidad, me dieron una”. La vocación literaria, cómo no, estaba al caer. En la mitad de la veintena, nuestro hombre realiza incursiones con cierto éxito en la literatura breve. Poco después, desanimado por la imposibilidad de continuar con sus apariciones en Story Magazine y demás revistas literarias, llega de nuevo el estigma de la desilusión, hallando esta vez –y ya para siempre- un consuelo efectivo y duradero en forma de alcohol con dos cubitos de hielo.

Comienzan entonces unos años grises y turbios, con demasiado olor a vómito y muy poca esperanza aguardando cada mañana. Bukowski malvive en Los Ángeles, y aficionado a la 66 y a cualquier otra ruta, vagabundea por USA desarrollando un amor incondicional por los moteles de carretera, hoteles “cucaracha” como el de “Tres mujeres”. La cosa, entonces, sólo podía ir a peor. A principios de los 50, el servicio postal le ofrece un trabajo gris con perspectivas grises, un curro de legañas desanimadas y días pasando lentos tras una mesa. Su experiencia durará tres años. Con la libertad recién adquirida, en 1955 los excesos pasan factura en forma de úlcera sangrante. Nada mejor que ver de perfil a la muerte para que un indolente vocacional -“Mi ambición está limitada por mi pereza”- comience a buscarle sentido a su vida.

Llegan entonces las primeras tentativas de retomar su carrera literaria, coronadas con la publicación en 1959 de “Flor, puño y gemido bestial”. Bukowski cuenta entonces con treinta y nueve años, y este éxito inmediato y a la vez tardío en la poesía será uno de los mayores motivos de orgullo que el escritor conservará para el resto de su vida. Las cosas, sin embargo, podían ir mejor. Desencantado por el poco apoyo de su mujer desde 1957, Barbara Frye, y demasiado enfrascado en el alcohol, su matrimonio se rompe, y su maltrecha economía –sustentada a menudo por el patrimonio burgués de su esposa- se resquebraja. Ha de volver a la oficina entre petates y sellos, y todo lo anterior no parece más que un paréntesis en mitad de la desgracia.

No mucho después retomará su vida de manos de Frances Smith, quien en 1964 le dará su primera hija, Marina Louise. Pero no terminará ahí su despertar. Este solitario con muy buenos amigos encontrará un hueco en la revista “The Outsider”, por mediación del editor Jon Webb. Allí, su nombre se relacionará con el de autores de la talla de William Borroughs y Henry Miller, comenzará a ser conocido y el fenómeno “Bukowski” arrancará con pies de plomo. La llave hacia el éxito llega en forma de un contrato vitalicio de 100 dólares al mes, y Bukowski, tal y como declara, se plantea qué senda tomar en mitad de una bifurcación clara: la de un empleo rutinario pero seguro o la de un riesgo enorme y sacrificado. Ninguna otra decisión fue tan fácil. “He decidido morir de hambre”. Nunca lo hará.

Los setenta fueron la década dorada. Bien relacionado – Jean Genet y Sartre se encontraban entre sus admiradores más entusiastas- el torrente se dispara y de la pluma del escritor surgen títulos como Cartero (1971), Factotum (1975) y otros menos eufónicos, como La máquina de follar (1975) o El amor es un perro infernal (1977).

Como culmen, llegan Mujeres (1978), un recorrido enmascarado de seudónimos por su vida conyugal, y otro título algo más que significativo: Shakespeare nunca lo hizo (1979). Muerto en 1994, mordaz, atrevido y descarnado, alguien que caracterizó a Thomas Mann como a “un tipo que confunde el arte con el aburrimiento” y defendió a los artistas que dicen “una cosa complicada de un modo simple”, sólo nos podía dejar una herencia como la suya: citas imprescindibles, un amor por el exabrupto sólo comparable con el de otros padres del “Pulp” y un puñado de títulos que tu madre no querría ver jamás asomando por tu estantería.

La casa

Construyen una casa
media cuadra abajo
y yo me levanto aquí
con las persianas bajas
a escuchar los ruidos,
los martillos clavando las puntillas,
tac, tac, tac, tac,
y luego escucho los pájaros y
tac tac tac
y voy a acostarme,
tiro las cobijas hasta la garganta;
han estado construyendo esta casa
por un mes y pronto tendrá
su gente... durmiendo, comiendo,
amando, moviéndose por todas partes,
pero algo
ahora
no es correcto,
parece una locura,
hombres caminando en su techo con puntillas en la boca
y leo acerca de Castro y Cuba,
y por la noche camino por
y las nervaduras de la casa muestran
y adentro veo gatos caminando
la manera como los gatos caminan,
y luego un muchacho que pasa en una bicicleta
y aún la casa está sin terminar
y en la mañana los hombres
regresan
caminando por todas partes en la casa
con sus martillos
y parece que la gente no construye casas
nunca más,
parece que la gente debiera parar de trabajar
y sentarse en cuartos pequeños
en segundos pisos
bajo luces eléctricas sin persianas;
parece que hay mucho para olvidar
y mucho para no hacer
y en farmacias, mercados, bares,
la gente está cansada, no quieren
moverse y yo me paro en la noche
y miro a través de esta casa y la
casa no desea que se construya;
a través de sus lados veo las colinas moradas
y las primeras luces del atardecer,
y hace frío
y abotono mi chaqueta
y me paro allá a mirar la casa
y los gatos se para y me miran
hasta cuando me siento desconcertado
y me muevo hacia el norte por la acera
donde habré de comprar
cigarrillos y cerveza
y retornaré luego a mi cuarto.

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