lunes, 12 de septiembre de 2011

El otro bodegón

Deje el bodegón de la calle Patricios invadido por un tsunami de emociones encontradas, que casi me impedían respirar. Me despedí de Loyola arguyendo una excusa pelotuda, lo cierto era que necesitaba imperiosamente salir de allí.

Los canelones parecían atravesados en algún lugar entre la garganta y el esófago. Los pensamientos desordenados venían a mi mente a la velocidad del TC2000.

Llegar a la vereda y respirar los gases de un bondi que paso raudo y ruidoso, me trajo algo de sosiego, mal de barrio, me dije.

A veces resulta riesgoso internarse voluntaria y descaradamente en los senderos de la memoria, sobre todo en geografías donde habitan fantasmas de un pasado doloroso.

Sin pensarlo demasiado, tomé la avenida Patricios hacia el Sur, maquinalmente.

La tarde gélida no aportaba un marco terapéutico a los males ignotos que aquejaban mi espíritu, esas calles, ruidosas, febriles en otro tiempo, hoy, casi evocan un paseo por los desolados senderos del cementerio de Chacarita en un día de semana.

Prendí un pucho, miré ese cielo pijotero de luz y crucé la avenida para internarme por la calle Daniel Cerri rumbo al Este, buscando, vaya a saber qué.

Un perro que contenía seguramente en su genética, a todos los perros de la creación, se cruzó frente a mí. regalándome una mirada indiferente, eso de algún modo me hizo sentir en casa.

Al cabo de una cuadra los pensamientos se empezaban a acomodar.

El bodegón remozado de la calle Patricios esquina Quinquela Martín que algún genio del marqueting bautizara con el poco creativo y excesivamente obvio nombre de “Quinquela” en realidad funciona en el mismo lugar en que hace años existiera otro bodegón más grasiento y con olor a viejo, cuyo nombre supo ser “El Caribe” que no frecuentaban por ese tiempo turistas y peatones estudiosos del tiempo, sino más bien obreros y laburantes de todo pelaje. La calle Quinquela Martín entonces se llamaba Australia y yo tenía 19 años.

Solíamos frecuentarlo con el cabezón Llerena, el pájaro Lencinas, el loco Urquiza y los muchachos, por entonces aprendices de conspiradores del grupo Mayo, recuerdo sobretodo una vez que invitamos al viejo Ruderman, maestro amado que supo acompañar nuestra iniciación en los misterios del materialismo dialectico, pusimos guita entre todos para celebrar que Galeano hubiese incluido su nombre en la dedicatoria de “Las Venas Abiertas de América Latina”.

Todo eso se me cayó encima, lo cual no es mucho, pero tampoco es moco de pavo.

Seguí por Daniel Cerri en dirección al rio, allí comprobé una vez más, que el conventillo donde vivió y murió mi abuela Argentina había sido borrado de la bitácora por una pared silenciosa y anónima. Doblé por Irala en dirección a la plaza Brown y miré hacia atrás, el perro multipelaje estaba en la esquina, como si me despidiera en un ritual de miradas, de un atorrante a otro.

Caminando por Irala, llegando a la calle California, puedo ver las enormes cabezas de caballo que decoran el mástil de la Plaza Brown y no dejo de preguntarme como a Loyola no le cayó la ficha, él también solía ser de la partida en esas incursiones a “El Caribe”, es algo que a su cabeza ordenada de ingeniero, en circunstancias normales, no se le pudo escapar.

Últimamente lo noto como metido para adentro, sospecho que hay fatiga en su mente, tal vez el cansancio por la pena que produce el golpeteo constante de la separatidad sobre el yunque del amor ausente.

Pienso, Loyola está enamorado, ergo Loyola está jodido y yo también, por que se largó a llover y con ganas. Me subo el cuello y buscando la protección de los balcones me voy corriendo tratando de alcanzar la calle Garibaldi para guarecerme una vez más en la casa de “Mi Vieja”. Mañana hablaré con Loyola.

Loboalpha

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