Don Egidio, zapatero remendón, tenía su taller y vivienda, en la calle El Salvador, casi esquina Salguero. El olor a cuero y a madera vieja, lo dominaba todo en aquella casa.
Siempre imaginaba a todos reunidos en torno a la mesa del comedor y al viejo descendiendo al ominoso y oscuro sótano en busca de la legendaria botella, ya que allí, era donde él guardaba sus brebajes.
Imaginaba el brindis de aquellos viejos inmigrantes emocionados, el gallego por su primer nieto y el bis-nono calabrés por estrenarse como bisabuelo.
Pagaría por conocer las fantasías y sueños de esos hombres, la aventura de llegar a otras tierras, formar una familia, tener hijos, un negocio, un oficio, una profesión y ahora, este posgrado, que suponía, la proyección de sus sueños en ese niño recién llegado y en todo lo que podría llegar a ser.
Pensar esto me hacía sentir importante, tanta gente alrededor de la botella pensando en el futuro y cinchando por mi… sin embargo, esa sensación se fue desdibujando con el correr de los años, y aunque hace ya mucho tiempo que no he vuelto a saber de la vieja botella, seguramente perdida en algún paraje a causa de los trajines de tanto edificar y derrumbar presentes.
Esa sensación, ese optimismo, han devenido en tristeza, melancolía y profunda decepción, al corroborar que al fin de cuentas, los sueños de aquella gente han quedado esparcidos en un mar de sargazos, junto a los restos de un naufragio terminal. Ya soy viejo, el futuro ya pasó y las nobles expectativas de aquellos hombres se han visto traicionadas por los años. Todo el panorama, aunque, sin los “Pergaminos del gitano Melquiades”, se asemeja en demasía, al triste y definitivo final de todas las estirpes condenadas, a “Cien años de Soledad”.
Jorge Tejera.
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