viernes, 24 de agosto de 2012

Un cuaderno negro

Nina Berberova la última sobreviviente del barco de los filósofos

por Juan Forn

Princeton no podía jubilar a Nina Berberova de su cátedra de ruso porque en su pasaporte decía “fecha de nacimiento desconocida” y ella no recordaba cuántos años tenía. Terminaron pidiendo la información a la embajada soviética en Washington, que la derivó a la KGB en Moscú, que informó desconocer de quién le hablaban. Al enterarse, Berberova envió a la embajada el último ejemplar que le quedaba de su autobiografía (cuyas primeras líneas, hoy famosas, dicen: “Así empiezan estas páginas, oliendo aún a tierra húmeda y a moho, como olemos todos los desenterrados”). Lo dedicó a la KGB y lo firmó “Ultima Sobreviviente del Barco de los Filósofos”. En 1922, las autoridades soviéticas habían fletado al exilio, en un carguero alemán, a más de cien intelectuales considerados inservibles para la Revolución. La lista la había armado el propio Lenin. Berberova iba en ese barco. Era menor de edad, se había casado con el poeta Jodasevich para poder partir con él. Creía que Rusia iba en ese barco, que no se podía aspirar a mejores maestros. Berberova quería escribir.

Escribió. En París, mientras Jodasevich languidecía de melancolía por Rusia, ella escribió notas que firmaba con el nombre de él (para poder cobrarlas) en las únicas dos revistas de la emigración que pagaban, hasta que dejaron de pagar. Gorki se apiadó de ellos y se los llevó a vivir a su casa en Sorrento. Gorki se carteaba con los grandes escritores europeos de su tiempo y necesitaba ayuda. Un día llegó una carta de Romain Rolland. Gorki pidió a Berberova que le tradujera: “Querido amigo y maestro –leyó ella–, he recibido en su carta el olor de las flores y el sol. Leerla fue como pasear por un jardín donde los rayos de luz del pensamiento transportan al cielo de la meditación...”. Gorki se irritó. “Pero, ¿qué dice este hombre? Yo sólo le pedí la dirección de Panait Istrati.” Rato más tarde le entregó a Berberova la respuesta para que la tradujera. Decía: “En los últimos años, el mundo camina hacia la luz y sólo quienes avanzan son dignos de recibir el nombre de hombres, en lugar destacado el camarada Panait Istrati, a quien usted, querido amigo y maestro, se refería en una de sus cartas y cuya dirección le ruego encarecidamente me envíe”.

Cuando Gorki se dejó convencer por Stalin y retornó a Rusia, Jodasevich terminó apiadándose de Berberova. Al llegar a París le pidió que le dejara un borscht para tres días y que se fuera, que empezara a firmar con su propio nombre lo que escribía, que lo dejara morir en paz. Ella consiguió una buhardilla en Billancourt, el barrio en las afueras de París donde estaba la fábrica Renault, y allí empezó a escribir unas fabulosas estampas de la vida cotidiana del “París ruso”, que las revistas de la emigración no querían publicarle porque contaban historias como la de los veteranos del Ejército Blanco que trabajaban en la Renault (famosos por tres cosas: su salud de hierro, su insólita sumisión a la policía y su negativa a sumarse a cualquier huelga), la de la Asociación de Ex Francesas (un grupo de institutrices que volvieron arruinadas a París después de la Revolución, luego de invertir todos sus ahorros en rublos zaristas, y pasaban las tardes en torno de un samovar recordando los viejos tiempos) o la de Alexei Remizov, secretario de la revista Problemas (quien en lugar de asistir a las reuniones de redacción prefería quedarse en la habitación contigua, donde acomodaba en círculo los zuecos y galochas de los miembros del comité, se sentaba en el centro y oficiaba una reunión paralela hablando con los zapatos de sus compañeros).

Luego de que un ruso blanco escapado de un manicomio matara a tiros a Paul Doumer, el presidente recién electo de Francia, la situación de los emigrados se volvió insostenible: ya no sólo se les negaba la ciudadanía sino también los permisos de trabajo. “¡Qué hartos estaban de nosotros!”, escribe Berberova en su autobiografía. “No sé qué nos hizo sobrevivir durante aquellos años. Eramos incapaces de leer libros nuevos o de releer libros viejos. Escribir nos producía una mezcla de miedo y repugnancia. Sólo teníamos un deseo: escondernos y callar.” Por esos días, Berberova conoció a un escritor emigrado de su misma generación, que firmaba sus libros “Sirin” para que no lo confundieran con su padre, el político asesinado en Berlín, Vladimir Dimitrievich Nabokov. La empatía fue absoluta, pasaron horas en un bar hablando de literatura hasta que Berberova dijo: “Pushkin se hubiera vuelto loco con Dostoievski. Dostoievski se hubiera desconcertado con Chejov. Y los tres nos despreciarían y se hubieran asqueado de nuestra degradación”. Nabokov se puso blanco, se levantó de su silla y, sin decir palabra, abandonó el bar.

Berberova sobrevivió a la guerra escondida en una granja en el sur de Francia. Volvió a París después de la liberación (caminando, tardó tres días), fue directo a Billancourt, al huerto abandonado que había al fondo del edificio donde había vivido, y desenterró un cuaderno negro que había dejado allí antes de escapar, en 1940. El cuaderno tenía todas sus hojas en blanco. Lo había comprado para escribir su autobiografía. Mientras lo desenterraba, una figura fantasmal se asomó por una de las ventanas; era una conocida rusa de los viejos tiempos, que le dijo desde allá arriba: “No me digas que has vuelto de la muerte”.

Ese cuaderno negro, con sus páginas aún en blanco, llegó con ella al puerto de Nueva York en 1950. Berberova viajó con una sola valija y setenta y cinco dólares en el bolsillo. Nadie la esperaba y no sabía una palabra de inglés. Tardó trece años en conseguir que Princeton le diera a regañadientes unas horas de cátedra a cambio de un departamentito en el campus. Recién entonces se sentó a llenar las páginas de su cuaderno negro. Un día la invitaron a una velada rusa en honor de la condesa Alexandra Tolstoi. Nabokov estaba allí. Ya había publicado Lolita. Era rico, famoso, había engordado, lucía una imponente calvicie y simulaba miopía para no tener que reconocer a quienes trataban de hacer contacto visual con él. En cierto momento, Berberova creyó que la estaba mirando y lo saludó con una inclinación de cabeza. Nabokov ni la registró. Nadie la registró, ni siquiera cuando se fue. La condesa Tolstoi se acercó entonces al escritor y le preguntó si era ella o él también olía a tierra húmeda. “A moho, más bien”, contestó Nabokov, frunciendo la nariz.

Princeton jubiló por fin a Berberova, pero no se atrevió a quitarle aquel departamentito en el campus. Ahí fue donde logró ubicarla el francés Hubert Nyssen, de la sofisticada editorial Actes Sud, que quería publicarle todos sus libros en París. Fue un éxito insospechado. Le dio un estrellato casi póstumo a Berberova: tenía 88 cuando ocurrió y murió cuatro años después. No conozco mejor retrato de la emigración rusa que su autobiografía (Las bastardillas son mías), que cierra con estas palabras de su amado Jodasevich: “En la época en que sucedieron estos versos yo creía que llegaría a ser alguien, pero no he llegado a ser nadie; apenas he llegado a ser”.

jueves, 16 de agosto de 2012

Y si viene un río gris.... by Lucas Carrasco

Preparé el mate y me senté, como tantas mañanas, tantas tardes, tantas siestas. Frente a la computadora. A leer la guerra comercial. La guerra de cerdos. Los operativos. De vez en cuando se encuentra algo brillante, una discusión interesante, un debate. Se aprenden, además, cosas. Y como debe pasarles a los que me leen a mí en alguna parte, de vez en cuando, aburre. Y se busca otra cosa. Y pasado un tiempo, a veces, también aveces, se vuelve. Y va resultando adictivo, seguir las líneas de pensamiento. Sus borgeanas bifurcaciones. Y después creés que conocés al autor de esas líneas. Le sospechás en qué lado escribe y cómo es ese lado, si en una oficina lúgubre, su casa, un cierto entorno.

La realidad suele tener tan poco encanto.Tan poco misterio. Recién llegado a Buenos Aires, en mi cama, al costado, para ni vacilar cuando tengo insomnio o una idea que creo buena o una mujer o todo eso incompatiblemente junto. Y una botella de agua, en un escritorio pequeño. Con un cenicero que no es tal sino un recipiente que por magia de las mudanzas encontré en la alacena de la cocina. Y tengo el mate. Y una hoja con algunas anotaciones a mano que se va llenando de polvo y nada más. Atrás, arriba de unos cajones entre pullóveres y camperas los libros que me mandan y voy de a poco regalando y aveces algunos leo y películas y revistas que van amontonándose. Pongo un disco y empiezo a teclear. El mate se me enfría. El tiempo me suspende, hasta en los entretiempos y contratiempos. Y nada más. ¿A quién puede importarle?

La persiana rota. Los personajes que invento. Las cosas que se cuelan. Atender, a veces, el teléfono. Ir hasta el baño, acá a dos pasos. Lavarme la cara. Cepillarme los dientes. Ducharme. Salir caminando un rato por el barrio de gente maximalista. Las manos en los bolsillos. Una parada para comer de parado. Llamando a algún amigo. Ir a la radio. Pasarla bien con amigos. Seguir la noche tomando un café en los alrededores o volverme como entre nieblas a terminar un escrito, desgrabar coordenadas de lo poco vivido y contado. Ir a las redes sociales cuando me aburro. Al otro día esforzarme por levantarme en horario convencional. Cobrar y pagar cuentas. Elegir verduras. Organizar una madrugada solitario con largas sesiones de cocina y escritura. Los días corren mientras tanto. Tirado en el sofá con las piernas descalzas apoyadas en la mesa leyendo un libro. Atender el teléfono. Ir a algún lado. Acordarme de cosas. Tomar un colectivo. Entre nervios que te hacen torpe o momentos de calma infinita. Condenado. Enojado. Riéndome. O con una tristeza de puta madre mientras me ducho. Mirando a la ventana. Sentado en la banquina. Esperando algo que venga, que llegue, que le de sentido a todo. Con un mayor escepticismo atribuible cómodamente a los años. Que van pasando. Hacia, quién sabe donde. Ese lugar donde se acaban las historias que podés leer y podés escribir.

Lucas Carrasco (2012)

viernes, 10 de agosto de 2012

Hermann Hesse: Medio siglo sin el 'lobo estepario

El mundo de la literatura conmemora esta semana los 50 años de la muerte del escritor suizo Hermann Hesse, premio Nobel en 1946 y autor de obras cumbre de la literatura en alemán del siglo XX como 'El lobo estepario' y 'Siddhartha'.

Nacido en Calw (Alemania) en 1877 y con nacionalidad suiza desde 1924, Hesse murió en Montagnola (Suiza) el 9 de agosto de 1962 dejando un legado literario convertido en 'best seller' mundial, con 140 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, de los cuales solo una sexta parte corresponde a las ediciones en alemán.

Junto a Thomas Mann y Stefan Zweig, es el autor de lengua alemana más leído hoy en día en el mundo y uno de los dos únicos autores suizos, junto a Carl Spitteler, galardonados con el Nobel.

Pese a este reconocimiento mundial y pese a que Hesse vivió las últimas cuatro décadas de su vida en Tesino (sur de Suiza) -donde escribió 'El lobo estepario', 'Siddhartha', 'Narciso y Goldmundo' y 'El juego de los abalorios'-, los helvéticos viven con cierta distancia este aniversario de un autor que ven como alemán.

Tractac del Lobo estepario

"Érase una vez un individuo, de nombre Harry, llamado el lobo estepario. Andaba en dos pies, llevaba vestidos y era un hombre, pero en el fondo era, en verdad, un lobo estepario.

Había aprendido mucho de lo que las personas con buen entendimiento pueden aprender, y era un hombre bastante inteligente. Pero lo que no había aprendido era una cosa: a estar satisfecho de sí mismo y de su vida. Esto no pudo conseguirlo. Acaso ello proviniera de que en el fondo de su corazón sabía (o creía saber) en todo momento que no era realmente un ser humano, sino un lobo de la estepa. Que discutan los inteligentes acerca de si era en realidad un lobo, si en alguna ocasión, acaso antes de su nacimiento ya, había sido convertido por arte de encantamiento de lobo en hombre, o si había nacido desde luego hombre, pero dotado del alma de un lobo estepario y poseído o dominado por ella, o por último, si esta creencia de ser un lobo no era más que un producto de su imaginación o de un estado patológico".

"No dejaría de ser posible, por ejemplo, que este hombre, en su niñez, hubiera sido acaso fiero e indómito y desordenado, que sus educadores hubiesen tratado de matar en él a la bestia y precisamente por eso hubieran hecho arraigar en su imaginación la idea de que, en efecto, era realmente una bestia, cubierta sólo de una tenue funda de educación y sentido humano. Mucho e interesante podría decirse de esto y hasta escribir libros sobre el particular; pero con ello no se prestaría servicio alguno al lobo estepario, pues para él era completamente indiferente que el lobo se hubiera introducido en su persona por arte de magia o a fuerza de golpes, o que se tratara sólo de una fantasía de su espíritu. Lo que los demás pudieran pensar de todo esto, y hasta lo que él mismo de ello pensara, no tenía valor para el propio interesado, no conseguiría de ningún modo ahuyentar al lobo de su persona".

"El lobo estepario tenía, por consiguiente, dos naturalezas, una humana y otra lobuna; ése era su sino. Y puede ser también que este sino no sea tan singular y raro. Se han visto ya muchos hombres que dentro de sí tenían no poco de perro, de zorro, de pez o de serpiente, sin que por eso hubiesen tenido mayores dificultades en la vida. En esta clase de personas vivían el hombre y el zorro, o el hombre y el pez, el uno junto al otro, y ninguno de los dos hacía daño a su compañero, es más, se ayudaban mutuamente, y en muchos hombres que han hecho buena carrera y son envidiados, fue más el zorro o el mono que el hombre quien hizo su fortuna. Esto lo sabe todo el mundo. En Harry, por el contrario, era otra cosa; en él no corrían el hombre y el lobo paralelamente, y mucho menos se prestaban mutua ayuda, sino que estaban en odio constante y mortal, y cada uno vivía exclusivamente para martirio del otro, y cuando dos son enemigos mortales y están dentro de una misma sangre y de una misma alma, entonces resulta una vida imposible. Pero en fin, cada uno tiene su suerte, y fácil no es ninguna"


Siddharta (fragmento)

" Siddharta.-¿Cuántos años crees que tiene el más anciano de los samanas, nuestro venerable profesor?

Govinda.-Quizá tenga unos sesenta.

Siddharta.-Tiene sesenta años y no ha llegado al nirvana. Tendrá setenta y ochenta años, como tú y yo los tendremos, y seguiremos con los ejercicios y ayunaremos y meditaremos. Pero nunca llegaremos al nirvana. Ni él, ni nosotros. Govinda, creo que seguramente ni uno de todos los samanas llegará al nirvana. Ni uno. Encontramos consuelo, alcanzamos la narcosis, aprendemos artes para engañarnos. Pero lo esencial, el camino de los caminos, éste no lo hallaremos. "

De la crisis personal al fenómeno global póstumo

Hesse admitió que la vida casera le resultaba opresiva y se embarcó en varios viajes al extranjero para alejarse de la familia, con la que regresó en 1912 a Suiza para instalarse en Berna. Allí el escritor trabajó para la embajada alemana, desde la que, años después, prestaría ayuda a prisioneros de la I Guerra Mundial.

Durante la primera gran guerra, coincidiendo con la muerte de su padre en 1916, Hesse volvió a sufrir una grave crisis emocional y comenzó a someterse a sesiones de psicoanálisis para hacer frente a a la inevitable ruptura de su familia en 1919.

Se separó de Bernoulli y volvió a casarse dos veces, la última de ellas con Nina Dolbin, con quien vivió en la Casa Rossa sus últimos años de vida, en los que su creatividad literaria declinó.

En esos años, se refugió en la pintura, inicialmente como terapia, para convertirse en una auténtica pasión, creando una importante obra pictórica de unas 3.000 acuarelas que recrean los colores y la belleza del Tesino, su "patria chica".

Su gran éxito literario fue póstumo, ya que sus obras pasaron a ser un fenómeno global a raíz de la guerra de Vietnam, cuando los movimientos pacifistas reivindicaron sus trabajos y sus libros se convirtieron en símbolos del 'Flower Power', con su mezcla de pacifismo, filosofía asiática y desorientación existencial.