sábado, 25 de febrero de 2023
MONIKA ERTL: LA MUJER QUE VENGÓ A ERNESTO GUEVARA.
viernes, 17 de febrero de 2023
ANGEL VILLOLDO ARROYO, PADRE DEL TANGO Y ABUSADOR DE LOS ALIAS.
No dio resultado: ya desde niño Ángel Gregorio Villoldo Arroyo, quien abusaría de los alias (A. Gregorio, Fray Pimiento, Gregorio Giménez, Ángel Arroyo, Mario Reguero, Lope de la Verga, Antonio Techotra y otras lindezas de similar tenor) fue canillita, resero, cuarteador, clown en un circo de San Cristóbal, tipógrafo en el diario La Nación, hasta adecentarse tras su paso por quilombos y lupanares, como recitador, cantor, letrista y compositor. Diestro para el piano, el violín, la guitarra y la armónica, instrumentos estos dos que ejecutaba a un tiempo mediante un artilugio de su invención mediante el que la armónica estaba sujeta por una varilla por encima de la guitarra (décadas después, el artilugio inspiró al cantautor estadounidense Robert Allen Zimmerman, más conocido como Bob Dylan, quien a su vez inspiraría al también cantautor León Gieco, alias del cordobés Raúl Alberto Gieco, lo que vendría a demostrar sobradamente y por si hiciera falta, que, al decir del filósofo Macedonio Fernández, las ideas son del primero que las roba).
Cuando desmontaba la armónica, el Padre del Tango desentonaba con voz bastante más atiplada que la de sus dos mencionados seguidores, lo que parece haber sido del gusto de la época ya que pronto le proporcionó fama en bodegones y casas de malvivir.
Gran amigo de otros frecuentadores de quilombos, como el actor y cajetilla Florencio Parravicini, el oriental Alfredo Eusebio Gobbi (con quien en 1903 y patrocinados por las grandes tiendas Gath y Chávez marcharía a Europa) y Rosendo Mendizábal (quien de no haber sido negro y malgastado su dinero en prostitutas, para luego vivir de ellas, o más precisamente de sus clientes, tocando el piano en los burdeles, tras componer su magnífico tema “El entrerriano”, podría con mucha mayor justicia ser considerado el auténtico Padre del Tango.
De pluma fácil y procaz ingenio, Ángel Gregorio escribió coplas para comparsas carnavalescas y numerosos poemas y prosas para famosas revistas de la época, como Caras y Caretas, Fray Mocho y P.B.T., así como piezas teatrales («Fosforito», «El Mayordomo» y «Los Nocheros»), representadas en el teatro Roma por sus amigos Pepita Avellaneda y el mencionado Parravicini.
Su chispa y fácil verba le sirvieron para entreverarse con payadores y brindar actuaciones poco académicas y por lo general de decidido mal gusto,pero descolló como compositor de temas como “El Porteñito”, “El esquinazo”, “La budinera”, “Soy tremendo”, “Cantar eterno”, “”Arrimate vida mía”, “Pasionarias”, Beso criollo, “Chiflale que va a venir”, “Cuerpo de alambre”, “De farra en el cabaret”, “El ñato Romero”,
“El pinchazo”, “La pipeta”, “Papita pa'l loro”, “Sacame una película gordito”, “Te la di chanta”, “Yunta brava”, “La morocha”, “La reja o “¡Cuidado con los cincuenta!" (en alusión al edicto policial que prohibía piropear a las damas surgido del caletre del inefable coronel Ramón Falcón) y muchos temas más, en un mundo en permanente transformación y decadencia, hoy considerados “clásicos”. No obstante es básicamente recordado por “El choclo”, gracias al menosprecio del que sería víctima el arte de Rosendo Mendizábal, tenido por auténtico himno nacional antes de que, para unánime y justificada indignación oriental, a una delegación olímpica argentina se le diera por desfilar al ritmo de “La comparsita”, festiva marchita salida del magín de un joven estudiante uruguayo.
En vista de los gustos y antecedentes de Ángel Gregorio, sería fácil deducir a qué aludiría el título de este tango-milonga, en auténtico 2x4, creado en el año 1905, cuando todavía en los locales decentes estaba prohibida la interpretación de la música prostibularia. No obstante, con su amigo José Luis Roncallo, director de una orquesta de música clásica en el Restaurante Americano, lo presentaban como Danza Criolla, lo que les permitió interpretarlo noche tras noche con la consiguiente buena acogida y entusiasmo del público.
Pero jamás podrá saberse si Ángel Gregorio había optado por tomar por la buena senda o si continuaba burlándose de las personas decentes. Para el polígrafo Carlos Manus, el título del emblemático tango proviene de las costumbres de una fonda de también equívoco nombre, a la que Ángel Gregorio concurría con asiduidad. En “El Pinchazo”, ubicada en el pasaje Carabelas, se cocinaban tan enormes como inocentes pucheros en humeante olla de hierro en la que, por diez centavos adicionales al precio del caldo, el interesado podía introducir un largo pincho y sacar un ingrediente, siendo el choclo no sólo la pieza más codiciada, sino la que inevitablemente embocaba Ángel Gregorio.
La letra de la primera versión parece desmentir al ilustre estudioso, ya que no alude a ninguna clase de puchero ni a nada lógico o medianamente comprensible:
De un grano nace la planta
que más tarde nos da el choclo
por eso de la garganta
dijo que estaba humilloso.
Y yo como no soy otro
más que un tanguero de fama
murmuro con alborozo
está muy de la banana...
Más tarde, será el propio autor del desatino quien, bajo el título de “Cariño puro”, le agregará nueva letra, sin que el extraño diálogo resultante consiga aclararnos el misterio:
Ay mi china que tengo mucho que hablarte,
de una cosa que a vos no te va a gustar
Largá el rollo que escucho y explicate
Lo que pases no es tontera,
pues te juro que te digo la verdad.
Dame un beso no me vengas con chanela
dejate de tonteras, no me hagas esperar.
Pero tampoco conseguirá otorgarle alguna lógica el cantor y compositor Juan Carlos Marambio Catán, quien en 1930 y a pedido de la hermana del ya fallecido Ángel Gregorio hizo una nueva letra que tuvo la virtud de aportar aun mayor confusión:
Fue aquella noche
que todavía me aterra
cuando ella que era mía
jugó con mi pasión.
Y en duelo a muerte
con quien robó mi vida
mi daga gaucha
partió su corazón
Sin embargo, advertido por la señora Irene Villoldo de que El Choclo al que aludía su hermano no era el fruto de una gramínea mi mucho menos lo que todos estaban malpensando, sino el apodo que a raíz del color de su pelambre había recibido un malevo con parada en la intersección de las calles Lavalle y Junín, luego de hacerlo amasijar a su rival, el poeta obliga al engañado guapo a declarar:
Y me llamaban
El Choclo, compañero;
tallé en los entreveros
seguro y fajador.
Cuando en 1947, el director de cine Luis Buñuel, precursor español del surrealismo, quiso incluirlo para su película “El gran casino” (también conocida como “En el viejo Tampico”) a ser protagonizada por Jorge Negrete y Libertad Lamarque, la diva y cancionista argentina, muy razonable y realísticamente adujo que no se trataba de un tema adecuado para ser cantado por una señora, tanto de la mala como de la buena vida, de resultas de lo cual el poeta Enrique Santos Discépolo elaboraría otra letra, firmando un convenio con Marambio Catán, “atenta la participación de ambos autores”, según el cual las regalías se repartirían por mitades.
La nueva letra, debe admitirse a casi cuarenta años del fallecimiento de Marambio Catán, elaborada enteramente por Discépolo, ha sido la más difundida y la que mejor se adapta al ritmo y la melodía originales, aunque ya extraviando en forma definitiva la razón del título y tal vez hasta la razón a secas, al agregar un nuevo y extravagante personaje: Carancanfunfa, quien tras hacerse al mar con una misteriosa bandera
en un pernód mezcló a París con Puente Alsina.
Fuiste compadre del gavión y de la mina,
y hasta comadre del bacán y la pebeta.
Ángel Gregorio Villoldo Arroyo, aun sin saber el derrotero que correría su milonga y convertido en un personaje de los detestables y depresivos tangos del futuro, tan diferentes de los festivos temas de su autoría, moriría pobre y entristecido a raíz de la demencia que sorpresivamente aquejó a la mujer que amaba. Afiliado en París a la Sociedad Francesa de Autores y fundador en nuestro país de la Sociedad del Pequeño Derecho, entidad precursora de SADAIC, este pionero de la lucha por los derechos autorales jamás cobraría un peso en concepto de regalías por ninguna de sus obras. El primer cheque le llegó, proveniente de Francia, cuando ya había sido asesinado por un tranvía, un infausto 14 de octubre de 1919.
por Teodoro Boot
Corría 1861 cuando en el barrio de Barracas nacía el llamado “Padre del Tango”. Era un 16 de febrero y a sus progenitores no se les ocurrió mejor conjuro contra los maleficios y las tentaciones de la mala vida que bautizarlo “Ángel”.
No dio resultado: ya desde niño Ángel Gregorio Villoldo Arroyo, quien abusaría de los alias (A. Gregorio, Fray Pimiento, Gregorio Giménez, Ángel Arroyo, Mario Reguero, Lope de la Verga, Antonio Techotra y otras lindezas de similar tenor) fue canillita, resero, cuarteador, clown en un circo de San Cristóbal, tipógrafo en el diario La Nación, hasta adecentarse tras su paso por quilombos y lupanares, como recitador, cantor, letrista y compositor. Diestro para el piano, el violín, la guitarra y la armónica, instrumentos estos dos que ejecutaba a un tiempo mediante un artilugio de su invención mediante el que la armónica estaba sujeta por una varilla por encima de la guitarra (décadas después, el artilugio inspiró al cantautor estadounidense Robert Allen Zimmerman, más conocido como Bob Dylan, quien a su vez inspiraría al también cantautor León Gieco, alias del cordobés Raúl Alberto Gieco, lo que vendría a demostrar sobradamente y por si hiciera falta, que, al decir del filósofo Macedonio Fernández, las ideas son del primero que las roba).
Cuando desmontaba la armónica, el Padre del Tango desentonaba con voz bastante más atiplada que la de sus dos mencionados seguidores, lo que parece haber sido del gusto de la época ya que pronto le proporcionó fama en bodegones y casas de malvivir.
Gran amigo de otros frecuentadores de quilombos, como el actor y cajetilla Florencio Parravicini, el oriental Alfredo Eusebio Gobbi (con quien en 1903 y patrocinados por las grandes tiendas Gath y Chávez marcharía a Europa) y Rosendo Mendizábal (quien de no haber sido negro y malgastado su dinero en prostitutas, para luego vivir de ellas, o más precisamente de sus clientes, tocando el piano en los burdeles, tras componer su magnífico tema “El entrerriano” – https://www.youtube.com/watch?v=LQWg-zeHKUg –, podría con mucha mayor justicia ser considerado el auténtico Padre del Tango).
De pluma fácil y procaz ingenio, Ángel Gregorio escribió coplas para comparsas carnavalescas y numerosos poemas y prosas para famosas revistas de la época, como Caras y Caretas, Fray Mocho y P.B.T., así como piezas teatrales («Fosforito», «El Mayordomo» y «Los Nocheros»), representadas en el teatro Roma por sus amigos Pepita Avellaneda y el mencionado Parravicini.
Su chispa y fácil verba le sirvieron para entreverarse con payadores y brindar actuaciones poco académicas y por lo general de decidido mal gusto,pero descolló como compositor de temas como “El Porteñito”, “El esquinazo”, “La budinera”, “Soy tremendo”, “Cantar eterno”, “”Arrimate vida mía”, “Pasionarias”, Beso criollo, “Chiflale que va a venir”, “Cuerpo de alambre”, “De farra en el cabaret”, “El ñato Romero”,
“El pinchazo”, “La pipeta”, “Papita pa'l loro”, “Sacame una película gordito”, “Te la di chanta”, “Yunta brava”, “La morocha”, “La reja o “¡Cuidado con los cincuenta!" (en alusión al edicto policial que prohibía piropear a las damas surgido del caletre del inefable coronel Ramón Falcón) y muchos temas más, en un mundo en permanente transformación y decadencia, hoy considerados “clásicos”. No obstante es básicamente recordado por “El choclo”, gracias al menosprecio del que sería víctima el arte de Rosendo Mendizábal, tenido por auténtico himno nacional antes de que, para unánime y justificada indignación oriental, a una delegación olímpica argentina se le diera por desfilar al ritmo de “La comparsita”, festiva marchita salida del magín de un joven estudiante uruguayo.
En vista de los gustos y antecedentes de Ángel Gregorio, sería fácil deducir a qué aludiría el título de este tango-milonga, en auténtico 2x4, creado en el año 1905, cuando todavía en los locales decentes estaba prohibida la interpretación de la música prostibularia. No obstante, con su amigo José Luis Roncallo, director de una orquesta de música clásica en el Restaurante Americano, lo presentaban como Danza Criolla, lo que les permitió interpretarlo noche tras noche con la consiguiente buena acogida y entusiasmo del público.
Pero jamás podrá saberse si Ángel Gregorio había optado por tomar por la buena senda o si continuaba burlándose de las personas decentes. Para el polígrafo Carlos Manus, el título del emblemático tango proviene de las costumbres de una fonda de también equívoco nombre, a la que Ángel Gregorio concurría con asiduidad. En “El Pinchazo”, ubicada en el pasaje Carabelas, se cocinaban tan enormes como inocentes pucheros en humeante olla de hierro en la que, por diez centavos adicionales al precio del caldo, el interesado podía introducir un largo pincho y sacar un ingrediente, siendo el choclo no sólo la pieza más codiciada, sino la que inevitablemente embocaba Ángel Gregorio.
La letra de la primera versión parece desmentir al ilustre estudioso, ya que no alude a ninguna clase de puchero ni a nada lógico o medianamente comprensible:
De un grano nace la planta
que más tarde nos da el choclo
por eso de la garganta
dijo que estaba humilloso.
Y yo como no soy otro
más que un tanguero de fama
murmuro con alborozo
está muy de la banana...
Más tarde, será el propio autor del desatino quien, bajo el título de “Cariño puro”, le agregará nueva letra, sin que el extraño diálogo resultante consiga aclararnos el misterio:
Ay mi china que tengo mucho que hablarte,
de una cosa que a vos no te va a gustar
Largá el rollo que escucho y explicate
Lo que pases no es tontera,
pues te juro que te digo la verdad.
Dame un beso no me vengas con chanela
dejate de tonteras, no me hagas esperar.
Pero tampoco conseguirá otorgarle alguna lógica el cantor y compositor Juan Carlos Marambio Catán, quien en 1930 y a pedido de la hermana del ya fallecido Ángel Gregorio hizo una nueva letra que tuvo la virtud de aportar aun mayor confusión:
Fue aquella noche
que todavía me aterra
cuando ella que era mía
jugó con mi pasión.
Y en duelo a muerte
con quien robó mi vida
mi daga gaucha
partió su corazón
Sin embargo, advertido por la señora Irene Villoldo de que El Choclo al que aludía su hermano no era el fruto de una gramínea mi mucho menos lo que todos estaban malpensando, sino el apodo que a raíz del color de su pelambre había recibido un malevo con parada en la intersección de las calles Lavalle y Junín, luego de hacerlo amasijar a su rival, el poeta obliga al engañado guapo a declarar:
Y me llamaban
El Choclo, compañero;
tallé en los entreveros
seguro y fajador.
Cuando en 1947, el director de cine Luis Buñuel, precursor español del surrealismo, quiso incluirlo para su película “El gran casino” (también conocida como “En el viejo Tampico”) a ser protagonizada por Jorge Negrete y Libertad Lamarque, la diva y cancionista argentina, muy razonable y realísticamente adujo que no se trataba de un tema adecuado para ser cantado por una señora, tanto de la mala como de la buena vida, de resultas de lo cual el poeta Enrique Santos Discépolo elaboraría otra letra, firmando un convenio con Marambio Catán, “atenta la participación de ambos autores”, según el cual las regalías se repartirían por mitades.
La nueva letra, debe admitirse a casi cuarenta años del fallecimiento de Marambio Catán, elaborada enteramente por Discépolo, ha sido la más difundida y la que mejor se adapta al ritmo y la melodía originales, aunque ya extraviando en forma definitiva la razón del título y tal vez hasta la razón a secas, al agregar un nuevo y extravagante personaje: Carancanfunfa, quien tras hacerse al mar con una misteriosa bandera
en un pernód mezcló a París con Puente Alsina.
Fuiste compadre del gavión y de la mina,
y hasta comadre del bacán y la pebeta.
Ángel Gregorio Villoldo Arroyo, aun sin saber el derrotero que correría su milonga y convertido en un personaje de los detestables y depresivos tangos del futuro, tan diferentes de los festivos temas de su autoría, moriría pobre y entristecido a raíz de la demencia que sorpresivamente aquejó a la mujer que amaba. Afiliado en París a la Sociedad Francesa de Autores y fundador en nuestro país de la Sociedad del Pequeño Derecho, entidad precursora de SADAIC, este pionero de la lucha por los derechos autorales jamás cobraría un peso en concepto de regalías por ninguna de sus obras. El primer cheque le llegó, proveniente de Francia, cuando ya había sido asesinado por un tranvía, un infausto 14 de octubre de 1919.
sábado, 11 de febrero de 2023
CRÓNICA DEL FUGAZ PASO POR LA LITERATURA, DE CLARA BETER, LA VOZ ANGUSTIOSA DE LOS LUPANARES.
Las mismas razones que en Europa llevaban a tantos hombres solos a dejar atrás su tierra, sus parientes y, en algunos casos, hasta sus esposas e hijos a fin de labrarse un porvenir en América, eran las que hacían tan rentable la provisión de compañía femenina reclutada, preferentemente en las pequeñas aldeas judías del este de Europa, perseguidas por los pogromos y los tradicionales brotes de antisemitismo fomentados desde antiguo por las clases dirigentes.
Como una suerte de Jewish Colonization Association (creada por el barón Hirsch para facilitar la emigración masiva de judíos rusos y polacos a Canadá. Brasil y Argentina), en 1889 se conformaba en Buenos Aires el auto denominado “Club de los 40”, una asociación de proxenetas judíos para hacer, al fin y al cabo, lo que cualquier grupo de inmigrantes: prestarse ayuda mutua, intercambiar información y compartir estrategias de supervivencia.
Desde luego, la trata de blancas no era privativa de los judíos rusos y polacos, ya que existían organizaciones de distintas nacionalidades, pero sólo la temible mafia marsellesa podía hacerle sombra al Club de los 40 que, en 1906, bajo la protección del caudillo conservador Alberto Barceló, propietario de varios prostíbulos, conformará la "Sociedad Israelita de Socorros Mutuos Varsovia de Barracas al Sud y Buenos Aires”.
Con el tiempo y ante las protestas del gobierno polaco, la asociación mutual aceptó cambiarse el nombre y se denominó Zwi Migdal, que en sus momentos de apogeo llegó a agrupar a más de 400 rufianes y, con sede en Buenos Aires, tenía filiales en Brasil, Varsovia, Nueva York, India, China y Sudáfrica. Su especialidad: las jóvenes judías, que en gran número de casos eran traídas con engaños y promesas de trabajo y hasta matrimonio.
Independientemente de si muchas de esas chicas hubieran ejercido antes la prostitución o si eran inocentes jovencitas engañadas, su condición de esclavas sexuales era indiscutible y no sólo eran violadas y metidas en jaulas no bien subían al barco, sino rematadas al mejor postor en el café Parisienne de avenida Alvear 3184 y luego obligadas a atender un promedio de 70 clientes diarios.
Fue entonces que, a mediados de los años 20, desde la ciudad de Rosario, una de estas jóvenes, víctimas inocentes del engaño y la explotación sexual llamada Clara Beter, se las ingenia para hacer llegar un poema al conventillo de la calle Boedo 837/41, donde funcionaban la librería, cigarrería y editorial de Francisco Munner, el taller del impresor gallego Manuel Lorenzo Rañó y la Cooperativa Editorial Claridad de Antonio Zamora, y se había ido formando una tertulia de jóvenes escritores, gente de teatro y artistas plásticos unidos por el amor a las artes y un común anhelo de redención y justicia social.
Luego del entusiasmo que despierta “Versos a Tatiana Pavlova” (“Mas, pasaron los años y nos llevó la vida/por distintos senderos: tú eres grande ¿y feliz?/ y yo... Tatiana, buena Tatiana, si te digo/que soy una cualquiera, ¿no te reirás de mí?”), un animoso Elías Castelnuovo, líder intelectual de la tertulia, propone contactar a la autora.
“Rezuman demasiada verdad los versos para atribuirlos a una imaginación desgobernada. Clara Beter existe”, sentenció Castelnuovo.
Y así llegan “Quicio” (“Me entrego a todos, mas no soy de nadie/ para ganarme el pan vendo mi cuerpo/¿qué he de vender para guardar intactos/ mi corazón, mis penas y mis sueños?”) y gradualmente otros 42 poemas, precedidos por el aleccionador epígrafe: “Entonces Jesús dijo: ‘Aquél de vosotros que se halle exento de pecado, que arroje la primera piedra’”.
En 1926, como octavo volumen de la serie “Los Nuevos”, la editorial Claridad publica “Versos de una…”, de la novel autora, con un enjundiosos prólogo en el que, tras apostrofar “a los nuevos poetas fanáticos de la imagen por la imagen”, Elías Castelnuovo afirma que “Clara Beter es la voz angustiosa de los lupanares. Ella, reivindica con sus versos la infamia de todas las mujeres infames. Todos estos escritores traen un elemento nuevo a nuestra literatura: la piedad. Ella cayó y se levantó y ahora nos nuestra la historia de sus caídas. Cada composición señala una etapa recorrida en el infierno social de su vida pasada. Esta mujer se distingue completamente de las otras mujeres que hacen versos por su espantosa sinceridad”.
A los pocos días de publicado el volumen –que llegará a vender nada menos que cien mil ejemplares– el respetadísimo crítico uruguayo Alberto Zum Felde consagra a Clara Beter su glosa del diario “El Día” de Montevideo, comentando la desgarradora tragedia del alma sensible e intelectiva que percibía en la desconocida escritora, y llega a alucinar una biografía en la que, no obstante Clara Beter hace referencia explícita a “la Ukrania natal”, le atribuye origen polaco.
Castelnuovo, empeñado en convencer a la prostituta de escribir una novela y a la vez intrigado por el hecho de que dos de los poemas estuvieran mecanografiados, encomienda a dos amigos –el escultor Herminio Blotta y el escritor Angel Rodríguez– dirigirse la pensión de la calle Estanislao Zeballos de la ciudad de Rosario, que Clara Beter consignaba en el remitente de cada una de sus cartas.
No habiendo podido dar con ella, deambulan por las barriadas prostibularias hasta que sorprenden a una prostituta francesa escribiendo un epitafio rimado para la tumba de un hijo que acababa de perder.
–¡Vos sos Clara Beter! –exclama Abel Rodríguez tomándola por los hombros. E intenta besarla mientras exclama–: ¡Hermana! ¡Hermana! ¡Venimos a salvarte!
Sólo la intervención de un agente de policía y la nacionalidad francesa de la meretriz pudieron calmar al exaltado escritor quien, al no poder encontrar información alguna sobre la poetisa, atribuyó su enigmática desaparición a motivos de recato, por tratarse de una ex-mantenida o, tal vez, hasta de una mujer casada deseosa de ocultar su turbio pasado.
El halo de romanticismo que rodeaba a la misteriosa poetisa no hace más que aumentar y, junto a los ejemplares de “Versos de una….” que Zamora distribuía en todas las capitales latinoamericanas, su fama va mucho más allá y su obra es comentada en Santiago de Chile, Lima, Costa Rica… hasta que Israel Zeitlin, un joven repartidor de soda que aun no había cumplido los 18 años y que participaba de las tertulias bajo el alias de César Tiempo tratando de hacerse de un lugar entre los literatos, confiesa: Clara Beter soy yo.
Sugestionado por la recomendación que Platón le atribuye a Sócrates de que “Un poeta, para ser un verdadero poeta no debe componer discursos en verso, sino inventar ficciones” y, sobre todo, dirá tiempo después en tercera persona, “…ganoso de dar candonga a los camaradas mayores que se resistían a creer en los talentos del mequetrefe, el tal escribe una poesía dedicada a Tatiana Pavlova, la gran actriz ítalo-rusa que por aquel entonces arrebataba al público de Buenos Aires desde el escenario de un teatro porteño.”
En el poema, la supuesta autora se dirige a Tatiana, preguntándole si no se acuerda de su amiga de la infancia Kátinka (“esa rubia pecosa, nieta del molinero,/ la del número 8 de Poltávaia Úlitcha/ con quien ibas al Dnieper a correr sobre el hielo?”) nombre de la protagonista de “Resurrección”, novela de Tolstoi de gran popularidad en esos años. Y, como si las pistas no hubieran sido suficientes, el joven botarate usa el “gorkiano apellido ‘Beter’, amargo”.
Pero cuando hay ganas de creer, hasta los ateos creen.
Una tarde aciaga, el joven había deslizado los versos de su poema entre los originales de la revista “Claridad”, donde Castelnuovo y los otros colaboradores –entre ellos el propio autor de la cachada– los “descubren”.
Y puesto que una cosa lleva a la otra, ante el interés manifiesto de Castelnuovo, el joven atribuye a la prostituta poeta el domicilio de la pensión de la calle Estanislao Zeballos donde vivía su amigo Manuel Kirshbaum “dueño de una caligrafía pasmosamente parecida a la de Alfonsina Storni”, confesará el malhechor.
Si bien César Tiempo será expulsado del grupo de Boedo, a partir de ese momento merecerá el respeto por la calidad de su poesía que su corta edad le habían impedido obtener, recibiendo a cambio el negro odio de muchos de sus viejos amigos.
“No era una prostituta –declaró resentido Elías Castelnuovo– sino un prostituto”
LA BALADA DEL CAFÉ TRISTE
Etiquetas
|