miércoles, 12 de julio de 2017

Borges, tres poemas al azar


Fundación mítica de Buenos Aires


¿Y fue por este río de sueñera y de barro 
que las proas vinieron a fundarme la patria? 
Irían a los tumbos los barquitos pintados 
entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río 
era azulejo entonces como oriundo del cielo 
con su estrellita roja para marcar el sitio 
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron 
por un mar que tenía cinco lunas de anchura 
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos 
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa, 
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo, 
pero son embelecos fraguados en la Boca. 
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera pero en mitá del campo 
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas. 
La manzana pareja que persiste en mi barrio: 
Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe 
brilló y en la trastienda conversaron un truco; 
el almacén rosado floreció en un compadre, 
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

El primer organito salvaba el horizonte 
con su achacoso porte, su habanera y su gringo. 
El corralón seguro ya opinaba YRIGOYEN, 
algún piano mandaba tangos de Saborido.

Una cigarrería sahumó como una rosa 
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres, 
los hombres compartieron un pasado ilusorio. 
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: 
La juzgo tan eterna como el agua y como el aire.


Spinoza

Las traslúcidas manos del judío 
labran en la penumbra los cristales 
y la tarde que muere es miedo y frío. 
(Las tardes a las tardes son iguales.)

Las manos y el espacio de jacinto 
que palidece en el confín del Ghetto 
casi no existen para el hombre quieto 
que está soñando un claro laberinto.

No lo turba la fama, ese reflejo 
de sueños en el sueño de otro espejo, 
ni el temeroso amor de las doncellas.

Libre de la metáfora y del mito 
labra un arduo cristal: el infinito 
mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.



Dos formas del insomnio

¿Qué es el insomnio?

La pregunta es retórica; sé demasiado bien la respuesta. 
Es temer y contar en la alta noche las duras campanadas fatales, es ensayar con magia inútil una respiración regular, es la carga de un cuerpo que bruscamente cambia de lado, es apretar los párpados, es un estado parecido a la fiebre y que ciertamente no es la vigilia, es pronunciar fragmentos de párrafos leídos hace ya muchos años, es saberse culpable de velar cuando los otros duermen, es querer hundirse en el sueño y no poder hundirse en el sueño, es el horror de ser y de seguir siendo, es el alba dudosa.

¿Qué es la longevidad?

Es el horror de ser en un cuerpo humano cuyas facultades declinan, es un insomnio que se mide por décadas y no con agujas de acero, es el peso de mares y de pirámides, de antiguas bibliotecas y dinastías, de las auroras que vio Adán, es no ignorar que estoy condenado a mi carne, a mi detestada voz, a mi nombre, a una rutina de recuerdos, al castellano, que no sé manejar, a la nostalgia del latín, que no sé, a querer hundirme en la muerte y no poder hundirme en la muerte, a ser y seguir siendo.



viernes, 7 de julio de 2017

Las alas bajo el brazo



Por Juan Forn - Dos poetas polacos ganaron el Nobel, Czeslaw Milosz y Wislawa Szymborska, y los dos decían que eran tres quienes lo habían ganado porque cuando se escriben los nombres de Milosz y Zymborska se escribe en tinta invisible el de Zbigniew Herbert también. No hablaban del pasado; hablaban de un poeta que era más joven que ellos y que había empezado a escribir después que ellos. Milosz ya había soplado las velitas de los cincuenta cuando pasó dos años de su exilio en Estados Unidos traduciendo 99 poemas de Herbert al inglés. Traducir 99 poemas no es gentileza ni visita turística: es irse a vivir a la poesía de otro. Szymborska también lo hizo, a su manera cuando le dieron el Nobel: “Cada vez que leí un poema de Herbert me senté a escribir”, dijo. Yo no sé polaco pero desde el primer poema de Herbert que leí quiero irme a vivir ahí.

Hay un poema suyo llamado “Cinco hombres”: van a fusilar a cinco hombres sin nombre, ya los sacaron de la celda, ya los pusieron contra el paredón, ya les dispararon, ya están “cubiertos hasta los ojos de sombra”, pero en el eco de los disparos se alcanza a oír como en una nube de qué hablaron en su última noche (“de sueños proféticos, de una escapada a un burdel, de autos, de naipes, de chicas, de frutas”) y en el techo del paladar se siente el sabor metálico de un minúsculo pétalo de sangre que se va esfumando hasta desaparecer. Leer ese poema es ser testigo, ser uno de los fusilados y ser uno de los que aprietan el gatillo y se van. Herbert era jovencito cuando lo escribió; acababa de terminar la Segunda Guerra. La resistencia polaca tenía algo hermoso: hacía terminar sus estudios en la clandestinidad a los jovencitos que interrumpían el secundario para sumarse a sus filas. Había profesores, les tomaban examen y hasta les daban diploma cuando se graduaban, en los sótanos donde estaban escondidos. Así se recibió Herbert, y así quiso seguir estudiando cuando terminó la guerra.

Pero eran nuevos tiempos y había nuevas reglas. Se matriculó en economía porque fue lo único que le dejaron estudiar en la universidad, después cursó leyes, y cuando pudo se pasó a filosofía, y cuando pudo se las arregló para abstenerse de la mascarada reglamentaria y rendirle cuentas a un solo tutor, el venerable Henryk Elzenberg, con quien logró repetir la atmósfera de educación clandestina que lo había formado, hasta que un día le dijo: “No me interesa ejercer la filosofía como profesión; prefiero seguir padeciéndola como emoción”.

A partir de entonces alimentó ratas en un laboratorio de vacunas contra el tifus a cambio de que lo dejaran dormir ahí, fue sereno de la Unión de Compositores de Varsovia, vendía su sangre cuando necesitaba plata, el único trabajo que le daban eran suplencias como maestro de escuela, porque en la resistencia había pertenecido al bando anticomunista y no quiso cambiar de opinión cuando Polonia quedó para los rusos después de la guerra. No le importaba mayormente esa vida a salto de mata porque le permitía hacer lo que en realidad quería más que nada en la vida: viajar o, mejor dicho, pisar el pasado viajando, sentir en los pies los lugares donde habían sucedido los grandes momentos del espíritu que lo subyugaban.

En la Polonia socialista, si convencías al estado de que eras poeta, te daban una beca de un salario mínimo y un permiso para salir del país durante lo que te durara ese estipendio, el equivalente en zlotys de cien dólares actuales.

Con un poema llamado “Reporte desde el Paraíso” Herbert logró engatusar a los cancerberos de la cultura, acceder a una de esas becas y salir por primera vez de Polonia (el poema: “En el paraíso, la semana de trabajo es de treinta horas / los salarios aumentan y los precios bajan / y el trabajo manual no cansa por la falta de gravedad / al principio iba a ser diferente: pura luz, música, abstracción / pero no pudieron separar bien el alma del cuerpo / y empezamos a llegar con una gota de grasa, una hebra de músculo / y hubo que enfrentar las consecuencias / de mezclar un grano de absoluto con un grano de materia / la contemplación de dios es sólo para los cien por ciento pneuma / el resto está pendiente de comunicados sobre milagros e inundaciones / cada sábado al mediodía suenan las sirenas / y de las fábricas salen fumando los proletarios celestes / con sus alas bajo el brazo como violines”).

Así empezó a viajar, gracias a ese poema, mal comprendido por las autoridades. Para que esos pocos zlotys le rindieran más hacía esos viajes caminando y dormía donde lo agarraba la noche. Recorrió a pie, en escapadas de cien dólares a lo largo de los años, todo lo que pudo de Grecia, y después de Italia, y después de Francia y Alemania, y por fin de su último amor, Holanda. Después volvía y escribía poemas que trataban de acceder a la noche de Pascal y a la ira de Aquiles, al aburrimiento de los dioses y a la alegría del primer pitecantropus dibujando con el dedo en las cuevas de Altamira, al lugar donde Prometeo se tocaba con Vermeer y Paracelso con Beethoven, y cada uno de esos poemas era como un fragmento de la conversación de aquellos fusilados la noche antes de morir.

Para las autoridades socialistas era un católico anticomunista, para los católicos wojtilistas era un pagano solapado, para los disidentes ateos era un enfermo de leyendas, para los nacionalistas a la violeta era un enemigo de la patria, para los jóvenes transgresores era un enemigo de la vanguardia.

Herbert ya había decidido dónde vivía, desde dónde hablaba: “En la ciudad estalló la epidemia / del instinto de conservación / como monóxido de carbono impregna casas templos mercados / envenena los pozos cubre de moho el pan las estructuras de la mente / la prueba de la existencia del monstruo son sus víctimas / no es evidencia directa pero alcanza”.

No le hizo mayor diferencia cuando cayó el Muro y se disolvió la URSS: “Obtuvimos la independencia como un regalo de la Historia, no derramamos sangre por ella. Fue como si los comunistas dijeran un día No haremos más perradas, vamos a tomar un trago, como le habla un polaco a otro. Nuestros mayores enemigos siguen siendo los de siempre: la hipocresía y la megalomanía, el narcisismo de los pobres de espíritu”.

En un poema llamado “Intento de Disolución de la Mitología” dice que los dioses se juntaron un día y decidieron abandonar el negocio y unirse a la sociedad racional para seguir tirando. A la caída de la tarde encaran hacia la ciudad con documentos falsos y un puñado de monedas de cobre en el bolsillo.

Cuando cruzan un puente, Hermes se tira al río pero nadie atina a salvarlo: están demasiado ocupados tratando de decidir si es un buen o mal augurio, como polacos en una taberna. Murió cuando Polonia que llevaba diez años libre de la bota soviética y el desvelo colectivo en las tabernas polacas era ahora el ingreso a la Unión Europea. Milosz y Szymborzka lo sobrevivieron y fueron a su funeral.

Tuvieron que hacer un viaje en auto de diez horas para llegar al cementerio en el campo donde lo enterraron. Hubieran debido ir a pie, pero estaban demasiado viejitos. En el auto, mientras Milosz hablaba sin parar de lo sola que quedaba Polonia sin Herbert, Szymborska lo interrumpió casi sin darse cuenta y se puso a recitar mirando el paisaje por la ventanilla: “Y cada sábado al mediodía suenan las sirenas / y de las fábricas salen fumando los proletarios celestes / con sus alas bajo el brazo como violines”.

Para El Rufián Melancólico de la calle Bolívar

viernes, 30 de junio de 2017

Vas a soñar conmigo

por Juan Forn - Cuando el jovencito Saul Bellow leyó por primera vez a Delmore Schwartz, en su cuartito de pensión en Chicago, supo al instante que ésa era la voz que había estado esperando y partió en peregrinación al Village de Nueva York a conocerlo, a rendirle tributo, a absorber de él todo lo que pudiera. Y, por supuesto, a envidiarle cara a cara el talento, la suerte, la fama. Porque con apenas dos años más que Bellow y un solo libro (En los sueños empiezan las responsabilidades), el joven Delmore Schwartz ya había tomado el cielo por asalto: desde la izquierda hasta la derecha, del Partisan Review a la revista Time, de Harvard a los bares del Village, él hablaba y todos callaban de golpe para escucharlo.

Delmore Schwartz era esencialmente un poeta. Aunque escribía ensayos y cuentos tan brillantes como sus poemas, era esencialmente una voz, una voz irresistible, de la que todos esperaban La Gran Novela Americana. Bellow se arrimó encandilado, como discípulo pero al mismo tiempo como secreto par de Schwartz: porque en lo más íntimo sentía que él también estaba destinado a tener una voz equivalente y una grandeza ídem. Delmore ha de haberle sacado la ficha enseguida porque eran tal para cual: los dos eran hijos de la Depresión, judíos pobres de padres inmigrantes, que vieron en la inteligencia, en los libros, la posibilidad de construirse a sí mismos y salir al mundo a decir: “¡Eh, todos, escuchen!”, y tener la convicción absoluta de que el mundo se iba a parar a escuchar.

Hicieron contacto al instante. Durante un tiempo Bellow fue para Delmore Schwartz el compadre perfecto: partenaire, sparring, alma gemela, cofrade de delirios. Eran los eufóricos años posteriores al fin de la Segunda Guerra, todo era posible, todo estaba empezando de nuevo, y Delmore le hizo creer a Bellow que no sólo eran el futuro de la literatura norteamericana, sino que en cualquier momento serían convocados desde lo más alto para definir el nuevo orden de las cosas en su país. Bellow iba subido a la ola de Delmore, era imposible resistirse a su convicción, su elocuencia, su hipnótico encanto.

Los padres judíos de Delmore le dieron a su hijo ese nombre patricio en un arranque de candorosas pretensiones, pero el hijo se lo tomó al pie de la letra: respondió con tan asombrosa fidelidad a ese nombre, a la actitud ante el mundo que suponía, que hasta sus peores enemigos lo llamaron siempre Delmore, que no era lo mismo que decirle Schwartz. Quiero decir con esto que Delmore Schwartz creía realmente que lo tenía todo, que estaba llamado a llegar más alto que cualquier otro escritor norteamericano, y eso pasó a ocupar tanto espacio en su febril cabeza que no le dejaba tiempo para escribir ni La Gran Novela Americana ni ningún otro de los libros que debía estar escribiendo.

Bellow, en cambio, entendió bien rápido que él no era un Delmore, él era un rusito de Chicago y más le valía ponerse a escribir libros que desvelarse con el llamado de las altas esferas, así que les dijo adiós a Delmore y a Nueva York y se fue a París con dos mangos, en busca de su propia voz. La encontró: escribió Augie March (“I am an American, Chicago born...”) y volvió a su tierra y con esa misma voz escribió Herzog (“If I’m out of my mind, it’s allright with me...”). Mientras tanto, los sueños de grandeza de Delmore habían ido virando a pesadillas. El estupor de no haber sido el que iba a ser lo había convertido en un monstruo autodestructivo que, en 1966, apareció muerto en un hotel para indigentes del Bowery. El cadáver estuvo dos días en la morgue hasta que supieron quién era. Nadie se acordaba de él. O, mejor dicho, se acordaban demasiado de las homéricas borracheras, los brotes psicóticos, las internaciones y escapadas del loquero, los autos chocados, las llamadas telefónicas furiosas a las tres de la mañana demandando lo que le correspondía, porque Delmore Schwartz creyó hasta el fin de sus días que tenía “derecho soberano sobre la fortuna del mundo”.

Delmore y Bellow sellaron en una noche de borrachera su amistad, su confianza en el futuro mutuo, firmándose sendos cheques en blanco (“¿Qué clase de norteamericanos seríamos si fuésemos inocentes respecto al dinero?”). Años más tarde, cuando Delmore ya estaba envenenado por el éxito de Bellow, le escribió una carta (en lápiz y en un papel arrugado, metido de cualquier manera en un sobre) donde decía: “¿Quieres saber por qué te la tengo jurada? Porque tú me dijiste que iba a ser el gran poeta del siglo. Viniste desde Chicago y me dijiste que yo sería la voz del siglo. ¿Tienes algo para decir ahora? Porque yo sí: vas a soñar conmigo hasta el fin de tus días”. Y, como el propio Delmore había escrito una vez, en los sueños empiezan las responsabilidades.

Nueve años más tarde, Bellow publicó una novela que cuenta la historia de su amistad y su enemistad con Schwartz. Logró poner en ella la admiración a distancia, el acercamiento, el rol de discípulo confidente, la competencia, las primeras grietas de la decepción, la envidia, la pelea, el triunfo, la contemplación del fracaso del otro, el mal sabor de ser el que ganó, el que vio morir al otro. La novela se llama El legado de Humboldt porque Humboldt, el que muere indigente y olvidado, le deja algo al que sobrevive, o sea a Bellow, que es exitoso y millonario pero al final de la novela va a quedarse sin nada o, mejor dicho, sólo con el legado que le dejó el hombre que más lo odiaba en el mundo, aquel con el cual intercambió cheques en blanco la noche en que sellaron su amistad eterna.

En esa época de máxima camaradería se pusieron a escribir un guión para Hollywood que creyeron que iba a hacerlos millonarios: la historia del noruego Amundsen, el italiano Nobile y la conquista del Polo Norte. Amundsen quería llegar al Polo Sur, en realidad, y no podía juntar la plata para la expedición, hasta que le apareció un financista que le propuso llegar al Polo Norte en globo, que era más factible y más barato que llegar en barco a la Antártida. Llevaron a Nobile como piloto porque era el as de los dirigibles. Al italiano lo envenenó que Amundsen se llevara todos los laureles y convenció a Mussolini para que le financiara una nueva expedición. El globo cayó en el Ártico y el primero en salir al rescate en un hidroavión fue Amundsen, que odiaba a Nobile tanto como éste lo odiaba a él. El avión de Amundsen se perdió en una tormenta y no se encontraron ni sus restos. Nobile fue rescatado por un barco ruso y volvió, maltrecho pero vivo, a una Italia que lo recibió eufórica, para su estupor y malsabor.

Hollywood descartó con desdén la idea: a quién le importaba Umberto Nobile, quién se acordaba de él. Podrían haber dicho lo mismo de Delmore Schwartz: a quién le importaba, quién se acordaba de él, hasta que su mayor enemigo, el hombre que le había robado la gloria, lo rescató del olvido con una novela, que no sé si es La Gran Novela Americana pero es la mejor novela de escritores que leí en mi vida.

jueves, 2 de marzo de 2017

Sábato y la metafisica de la calle



Ernesto Sábato reflexionó alguna vez acerca del tango:

..."Nuestra nostalgia, nuestra tristeza, nuestro profundo sentimiento de soledad, hasta nuestro cínico exitismo revelan una curiosa propensión metafísica".

Y esa "metafísica de la calle"  tiene su origen en la "zona de fractura" que constituye América, porque "aquí somos mas transitorios y efímeros que en París o en Roma, vivimos como en un campamento en medio de un terremoto y ni siquiera sentimos ese simulacro de la eternidad que allá está constituido por una tradición milenaria"...

 

AL BUENOS AIRES QUE SE FUE


Cuando la dureza y el furor de Buenos Aires
hacen sentir más la soledad
busco un suburbio en el crepúspulo, y entonces,
a través de un brumoso territorio de medio siglo
enriquecido y desvastado por el amor y el desengaño,
miro hacia aquel niño que fui en otro tiempo.

Melancólicamente me recuerdo
sintiendo las primeras gotas de una lluvia
en la tierra reseca de mis calles sobre los techos de zinc.
"Que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva",
hasta que los pájaros cantaban y corríamos descalzos,
a largar los barquitos de papel.

Tiempos de las cintas de Tom Mix y de las figuritas de colores,
de Tesorieri, Mutis y Bidoglio,
tiempo de las calesitas a caballo,
de los manises calientes en las tardes invernales,
de la locomotora chiquita y su silbato.

Mundo que apenas entrevemos cuando estamos muy solos,
en este caos del ruido y del cemento,
ya sin lugar para los patios con glisinas y claveles,
donde una chica casadera cantaba algo de un pañuelito blanco,
mientras planchaba la ropa del hermano.

Cuando la dureza y el furor de Buenos Aires,
hacen sentir más la soledad,
salgo a caminar por esos barrios que tímidamente, con vergüenza,
conservan algún minúsculo tesoro de un pasado menos duro,
una maceta con malvones, alguna reja rezagada.

Pero ya Boedo no es el que cantó De Caro,
ni Chiclana la calle de Esthercita,
ni Puente Alsina en la vieja barriada
que vio nacer al poeta callejero.

En vano buscaremos las muchachas
en torno del gringo y su organito,
ansiosamente mirando la cotorra,
esperando de su pico la buenas suerte o el amor.

Feliz de vos, Homero Manzi, que te fuiste a tiempo,
cuando aún era posible escribir esas canciones de trenzas y almacenes,
cuando todavía los espíritus no estaban resecados,
por la ferocidad y la violencia.

Ya no hay novias detrás de las persianas,
esperando al gringo y su monito.
Ya murió el último organito
y el alma del suburbio se quedó sin voz.

Ernesto Sábato