lunes, 17 de junio de 2013

Manifiesto descabellado

por Ellé Otibel

No me gustan los miércoles. Fundamentalmente, porque me levanto cansado, de un pésimo humor y con la sensación de estar partido al medio.

Las personas suelen manifestarme que esos días tengo los ojos tristes y el andar lento, comentarios seguramente bienintencionados, no lo dudo, pero que sólo aumentan mi disgusto.

Con respecto al malestar señalado, tal vez últimamente me haya vuelto adicto a los pensamientos obsesivos y a encontrar razones donde no las hay. Ando investigando en viejos calendarios, convencido que todas las desgracias de mi vida y todos los males que ha padecido la humanidad entera a lo largo de la historia, seguramente sucedieron un miércoles. No encuentro pruebas contundentes al respecto, es verdad, pero sigo empeñado en hacer valer mi teoría a toda costa. De todos modos, nadie hará el más mínimo esfuerzo por refutar una estupidez semejante.

El miércoles pasado, mi terapeuta puso un increíble empeño para ayudarme a reconstruir los miércoles de mi infancia.

Yo recordaba más o menos las mismas imágenes de siempre, esas que se obstinan en aparecer como fantasmas en cada sesión de terapia: el patio de la niñez, los atardeceres vacíos, las ausencias evocadas ayer y hoy, la soledad tal vez real o vislumbrada, las primeras sombras del crepúsculo y mis desesperados intentos por ser feliz a costa de lo que fuera.

En esas a veces infructuosas búsquedas, descubro también nuevos enconos: además de no gustarme los miércoles, tampoco me gustan los octubres. Es cierto que admiro sus manifestaciones exteriores: me deslumbran los olores de las primeras flores que se orean en los balcones y la tibieza de la brisa de los amaneceres; me cautivan la prolongación de las luces de los días y la sensación virtual de tener más tiempo para todo.

Tal bienaventuranza es solamente ilusoria, y seguramente no sea más que la prueba contundente de la maldad de los octubres, porque el día sigue teniendo veinticuatro horas y las siete de la tarde siguen siendo, como en otoño, las siete de la tarde. Pero la luz que se prolonga se revela engañosa en las mentes y en las almas, alargando las vigilias sin sentido alguno.

Como decía, no me gustan los octubres. Y también les atribuyo, seguramente con injusticia, todos los sinsabores de mi vida y todas las desgracias que ha padecido la humanidad entera a lo largo de la historia. No me culpo ni me preocupo: probablemente, ni los miércoles ni los octubres harán nada para persuadirme de mi error, si es que el mismo existe. Y hoy por hoy, sólo estoy preparado para librar batallas con enemigos que no opongan resistencia. Una guerra verdadera me pondría demasiado en juego.

Recuerdo un octubre de la infancia con un desasosiego tal que me deja desnudo. Pero intentaré desatender las molestias que me genera el hecho de sentirme vulnerable y relataré la historia con la mayor objetividad posible, si es que puede considerarse que alguien pueda ser objetivo en una evocación supeditada al unívoco impacto de la propia experiencia.

Mi madre había muerto de manera inesperada unos pocos meses atrás. Yo tenía cinco años. La maestra de preescolar pidió que lleváramos a la escuela un ovillo de lana de aproximadamente quinientos gramos de peso.

Mi padre me acompañó a comprar el ovillo. Lo elegí de color mostaza, luminoso y brillante.
Llegué contento a la escuela, dispuesto a desenredar la madeja y a construir la mejor de mis creaciones infantiles. Por aquellos días y por muchos de los que vendrían, esos juegos artísticos constituirían para mí el mejor de los exorcismos.

La señorita Adriana (así se llamaba mi maestra de preescolar) propuso entonces que fabricáramos un muñeco para regalarle a nuestras mamás el domingo siguiente, en el cual se festejaba el día de las madres.

Debo decir que no recuerdo el hecho con total certeza, pero sospecho que seguramente sucedió un miércoles de octubre de 1972.

Mientras mis compañeros de la clase incrustaban sus deditos en la lana, armando y desarmando homenajes con esos movimientos entre torpes y coordinados, yo me quedé parado en un rincón. Mientras el salón de bullía de movimiento y griteríos, un vacío incomparable se me dibujó en el pecho. En los años siguientes esa sensación sería tan habitual que casi pasaría desapercibida, pero por entonces todavía olía a novedad.

La señorita Adriana detectó, con tardía lucidez, mi desasosiego. Me sentó en su falda y pronunció unas cuantas frases hechas a las cuales yo ya me había acostumbrado, pues eran las que solían repetirme los adultos por aquellos tiempos: tu mamá está en el cielo y te cuida y te protege y está orgullosa de tí porque eres un niño bueno que obedece a sus mayores y honra a Dios por sobre todas las cosas.

Recuerdo que lloré por unos minutos sobre su falda, apoyando mi mejilla sobre su pecho.
Habrá creído la señorita Adriana que sus palabras me consolaban.
Seguramente no entendía que yo extrañaba a mi mamá, y que aquel regazo en el que me acurrucaba, y la tibieza de su abrazo, me permitían evocar con sus aromas las caricias que había perdido, y de esa manera, poder perdonarle su inconmensurable estupidez.

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