domingo, 30 de junio de 2019

CRÓNICA DE LA CIUDAD DE MANAGUA

El comandante Tomás Borge me invitó a cenar. Yo no lo conocía. Tenía fama de ser el más duro de todos, el más temido. Había otra gente en la cena, linda gente; él habló poco o nada. Me miraba, me medía.

 La segunda vez, cenamos solos. Tomás estaba más abierto; contestó suelto mis preguntas sobre los viejos tiempos de la fundación del Frente Sandinista. Y a medianoche, como quien no quiere la cosa, me dijo:

 - Ahora, contame una película.

 Me defendí. Le expliqué que yo vivía en Calella, un pueblo chico, donde poco cine llegaba, películas viejas...

 - Contame - insitió, ordenó-. Cualquier película, cualquiera, aunque no sea nueva.
 Entonces conté una cómica. La conté, la actué; intenté resumir, pero él exigía detalles. Y cuando terminé:

 - Ahora, otra.

 Conté una de gangsters, que terminaba mal.

 - Otra.

 Conté una de vaqueros.

 - Otra.

 Conté, inventándola de cabo a rabo, una de amor.

 Creo que estaba amaneciendo cuando me di por vencido, supliqué clemencia y me fui a dormir.

 Me lo encontré a la semana. Tomás se disculpó:

- Te exprimí, la otra noche. Es que a mí me gusta mucho el cine, me gusta con locura, y nunca puedo ir.

 Le dije que cualquiera podía entenderlo. Él era ministro del Interior de Nicaragua, en plena guerra; el enemigo no daba tregua y no había tiempo para el cine, ni lujos así.

- No, no -me corrigió-. Tiempo, tengo. El tiempo... uno se hace el tiempo, si quiere. No es problema de tiempo. Antes, cuando estaba clandestino, disfrazado, me las arreglaba para ir al cine. Pero ahora...

No pregunté. Hubo silencio, y siguió:

- No puedo ir al cine porque... porque yo, en el cine, lloro.

- Ah -le dije-. Yo también.

- Claro -me dijo-. Enseguida me di cuenta. La primera vez que te vi, pensé: "Este tipo llora en el cine".

Eduardo Galeano - El libro de los abrazos.

sábado, 29 de junio de 2019

CURRICULUM


El cuento es muy sencillo 
usted nace 
contempla atribulado 
el rojo azul del cielo 
el pájaro que emigra 
el torpe escarabajo 
que su zapato aplastará 
valiente 

usted sufre 
reclama por comida 
y por costumbre 
por obligación 
llora limpio de culpas 
extenuado 
hasta que el sueño lo descalifica 

usted ama 
se transfigura y ama 
por una eternidad tan provisoria 
que hasta el orgullo se le vuelve tierno 
y el corazón profético 
se convierte en escombros 

usted aprende 
y usa lo aprendido 
para volverse lentamente sabio 
para saber que al fin el mundo es esto 
en su mejor momento una nostalgia 
en su peor momento un desamparo 
y siempre siempre 
un lío 

entonces 
usted muere.

Mario Benedetti

COMPAÑERO VIENE, DE COMPARTIR EL PAN

por Horacio Sacco *

Mi viejo era obrero panadero. Maestro de pala, que es quien mete, acomoda con maestría y saca el pan del horno en su momento justo. Vivíamos en un pueblo chato de la llanura bonaerense. Eran tiempos en que se usaba leña y el pan tenía otro sabor, más rico. Entonces nada era automático y había unas pocas máquinas vetustas, casi todo se hacía a mano. El lugar de trabajo era "la cuadra", un hervidero de amasadores, reposteros, maestros, peones, aprendices. Es un trabajo duro, todos son imprescindibles, se trabaja de noche y si alguno falta hay que reemplazarlo. Estoy hablando de fines de los 50, cuando había dictaduras militares y tanta tristeza como hoy en día.

En la panadería se hacía pan, galletas, facturas, bizcochitos, roscas, pan dulce. Mi viejo se levantaba a las tres y media a tomar unos mates apurados y salir en bicicleta para llegar a los cuatro de la mañana en punto a la panadería. Salía a las dos o tres de la tarde, tenía un solo día de descanso semanal rotativo. A veces la noche de su día de descanso, a las tres y media de la madrugada, alguien venía y golpeaba suavemente la ventana del dormitorio de los viejos, que daba a la calle, "Sacco, faltó el Raúl, levantate que tenés que venir". Yo escuchaba desde mi pieza y me daba tanta tristeza oir un "Ya voy", porque la noche anterior, mientras cenábamos, mi viejo había dicho con algo parecido a la alegría: "Cómo voy a dormir esta noche".

Los obreros panaderos tenían un sindicato de noble origen anarquista. De muy chico aprendí que los nombres de algunas facturas venían de Europa y eran reivindicaciones anarquistas y burlas hacia el poder, la Iglesia y la burguesía: vigilantes, bombas de crema, cañoncitos, bolas de fraile, sacramentos. Todos los días a las dos y media de la tarde llegaba el viejo de la panadería, cansado, la cara colorada por el calor del horno. Dormía una siesta y salía a vender escobas y cepillos. Era un buey para el laburo. Por convenio con el sindicato la patronal entregaba a los laburantes, en ese entonces, un kilo de pan diario, y aunque eramos 4 hermanos un kilo era demasiado, así que en casa sobraba el pan rallado y mi vieja hacía budín de pan. Aún así no consumíamos todo. Entonces aparecía el corazón de mi vieja repartiendo pan entre los vecinos más necesitados. Hasta tenía "clientes" fijos que venían puntualmente a llevarse su bolsa de pan.

No sé por qué me acordé del cansancio de mi viejo esta mañana de 2019, donde un kilo de pan cuesta 100 pesos y más. Y de mi vieja sensible y generosa. Creo que soñé mojando de lágrimas la almohada, al recordar al viejo saltar como un resorte de la cama en su único día de descanso semanal, para ganarse un pesitos extras.

Ayer a la tarde (y esto ya no fue un sueño sino una pesadilla del maldito macrismo) entré a una panadería a comprar un cuarto de figacitas de manteca que tengo prohibidas, pero me gustan tanto. Delante mío había una mujer mostrando un puñado de monedas al panadero, "Deme todo esto -dijo- de lo más barato". El panadero, metió tres pancitos en una bolsita, "Y este va de yapa". No parecía pobre ni indigente, solo una vieja, anónima y gris.

Ojalá yo fuera un chico, pensé. Ojalá viviera mi papá, que se ganaba el pan de cada día. Ojalá viviera mi vieja, que repartía el pan entre los más pobres que nosotros. Pero soy grande y tan pelotudo que tuve vergüenza de decirle a esa mujer lleve lo que quiera señora que pago yo. No lo dije en su momento y nunca más se lo podré decir. Como no pude decirle a Doña Laura y a Don Antonio cuando estaban en este mundo el orgullo que tenía de ser su hijo. Y que tanto los amaba.

(El presente no es un texto literario, es una publicación del autor en Facebook, que publicamos con su permiso en la certeza de que posee tres elementos absolutamente necesarios para regenerar el tejido social de la Patria: "Memoria, Sentimiento y reflexión")


Horacio Sacco
*Horacio Sacco Fundador y factotum del colectivo cultural El Ortiba, nació en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, República Argentina, en 1951. Integró, en los años ochenta, el grupo literario César Vallejo. Publicó "Heridos de generación", ediciones de La Cebra Dormida, Buenos Aires, 1982. Colabora en publicaciones, revistas y medios literarios. Pertenece a la Asociación Mutual de Asistencia Psicológica El Bancadero, institución fundada por Alfredo Moffat, discípulo de Enrique Pichón Rivière. Es docente de psicoanálisis y desempeñó funciones en el Hospital Neuropsiquiátrico José T. Borda con pacientes portadores de HIV/Sida. Se especializa en la clínica de adultos, grupos y parejas.