domingo, 29 de abril de 2012

El Vigilante

Un niño que habla consigo mismo para sobrellevar su soledad, un relato, obra de una gran amiga Julia Almecija, que nos llega desde Venezuela. Una historia que tal vez se repite cada día en las grandes ciudades de Suramérica ante la mirada indiferente de los más.  Una historia extrema y cruel, pero tan común que pasa desapercibida. Julia confiesa: La escribí por impotencia,  sentí la necesidad visceral de ofrecer un homenaje a estos niños de nadie.

El Vigilante

I
Mi tía Usebita llora en su habitación. Dice que este barrio sería mejor si yo no hubiera nacido nunca.

Antes de encerrarse dispuso que me estuviese aquí. Bien quieto. Y que si llego a abrir la boca me cose el cuero a vergajazos. Pero la culpa no es mía sino de la vecina: hace rato llegó acusándome como una loca repitiendo ¡fuiste tú muerto de hambre! ¡Te robaste las tortas de cazabe que puse temprano en mi ventana! ¿Quién la mandó a asolearlo? A mí me gusta el cazabe.

Es verdad. Mayormente si le untan el dulce de leche que trae la comadre de mi tía cuando viene a criticar. Vieja jetuda. De todas maneras no fui yo el que se zampó la comida de la vecina pero ella toma por costumbre ponerme a mí de pagapeos.

Y lo peor de todo: Usebita se lo cree. Pues mejor será que esa señora cuide un poco más su lengua: si el concubino se entera de las mentiras que ella inventa, rapidito le rebana el guargüero y de paso la despluma. Sin contemplaciones.

Tal como hace mi tía con las gallinas que trae del mercado cuando se acerca la navidad. A mí me da los pescuezos. ¡Son más que suficientes para llenar la semejante panza que Dios te puso! me dice mientras les retuerce la cabeza.

Algunas gallinas, escapan llevando el cuello a medio torcer y empiezan a dar vueltas metiéndose golpes como si fueran trompos con alas. No dicen ni pío. Se mueren mudas.

En cambio la comadre de Usebita jamás para de hablar: un día agarró la matraca de querer purgarme a cuenta de la parásita que tengo en las tripas. La muy pichirre no me daba dulcito de leche dizque ¡Ay! niño si comes azúcar se te ceba la bicha que tienes en el mondongo. Pura tacañería.

Yo quisiera ser gallina en diciembre. A ellas mi tía les atapuza el buche con maíz tierno. Hay que ponerlas gorditas para que rindan lo suficiente cuando prepare las hallacas. Lo malo es que son para vender. Le quedan gustosas pero enseguida me amenaza: Cuidado las pruebas, zoquete, porque no hay negocio si te las comes.

Hace poco sacó sus cuentas: con las quinientas que coloque este año se va a redondear unos realitos para echar un piso aquí en el patio. Tiene razón. Ya está bueno que el agua se lleve el terreno cuando les da por caer a los chaparrones. Mala es la lluvia de noche. Las luces se apagan. La quebrada se alborota. El marido de mi tía prende velas rogando San Isidro Labrador quita el agua y pon el sol para que con tu sagrado poder esta vaina no se nos caiga pero igualito se nos mete el tufo a mierda. Además nos toca salir a ensoparnos por si las peticiones no funcionan y se nos vienen las paredes encima. Luego amanece. Y es tanto el cansancio que el miedo se nos quita.

Los que pierden su rancho se ponen como locos. Arman unas verraqueras tan sonadas que se enteran hasta en la alcaldía y enseguida se presentan unos entendidos para mandarnos a desalojar. Pero ¡yo ni muerta vuelvo al llano! dice mi tía: allá la vida es dura. Otras noches son normales. En algunas mi parásita me despierta revolviéndose. Quiere comer.

Entonces me pongo a imaginar plátanos fritos con carne mechada mientras el marido y mi tía se montan unas sacudidas largando chillidos como si se fueran a reventar remachando acomódamelo más duro mi amor así más duro. Mejor si joden de noche.

De día él le dice cabrona y ella lo saca a escobazos gritándole ¡te voy a denunciar por el maltrato doméstico! Igual mi tía no lo piensa botar de un todo: el marido aguanta parejo las palizas que ella le mete. Acá en el barrio la gente dice que Usebita se ganó la lotería con ese marido por lo mucho que el muy pendejo le soporta el temperamento. Antes me espantaba creyendo que ella lo iba a malograr cuando armaban sus matracas. Pero ya el culillo se me quitó de tanto verlos pelearse.

Mientras se sacan las madres pienso en el queso guayanés que la vecina nos regala para callarle la jeta a mi tía.

Hace bien en callársela.

Toditos vamos a salir perjudicados si a Usebita le da por jalarle a la lengua y se le escapa aunque sea una ñinga de lo que la vecina inventa cuando se queda sola. Por cabronearle el relajo.

De todas maneras ese queso apenas me lo dejan probar: Así se te quita la mala costumbre que trajiste del llano de querer comer todo el tiempo, Goyo José.

Antes de morir mi mamá, cuando vivía, me despertaba diciendo ya sabe, mi hijo, nada más reúna unos cobres visitamos a su tía Usebita y de paso conocemos el televisor a colores que compró en la capital. Pero la pobre quedó allá enterrada con los gusanos. No me gustan esos bichos.

Mi tía no hace sino insistir en que es una botadera de plata estar criando a la que se metió en mi barriga. Ya se hartó de darme remedios para sacármela: primero me puso agachado en unas piedras calientes hasta que el culo se me volvió candela. Luego me dio a beber juntamente pencas de zábila y aceite El Gallo. Después tuve cagantina. Y ni con esas quiso morirse el condenado animal pero igual la Usebita sigue escuchándole el palabreo a su comadre.

De todas maneras ellas ahorita no son tan parientas: el año pasado los narcos ajusticiaron al hijo de mi tía y ahí tiene la excusa para visitarnos menos.

II

Ya se atrancaron la vecina y su malandro. De un tiempo acá ella es muy buena conmigo. Incluso acaba de contratarme: Mira, Goyo José, tú te subes a esta piedra y vigilas las escaleras que empiezan abajo en la calle. ¡Cuidadito te descuidas! No se preocupe, vecina.

Voy volado a avisarles si aparece el concubino. La mujer ha prometido darme todo el cazabe con queso que yo quiera cuando termine de trabajar aquí sentado. No me muevo. Mi tía Usebita piensa que a la vecina un día la van a estropear por revolcarse con el sujeto ese que más bien parece el hijo de ella. Y que el concubino es medio huevón porque ni cuenta se ha dado de lo que todo el mundo sabe hace rato.

Yo no comento nada: es malo meterse en los problemas de los demás. Allá ellos hay que decir. Desde acá puedo ver el barrio muy bien. Los niños que duermen en los cartones son güelepegas. No hace mucho mi tía lo juró dando gritos: Si por casualidad me entero que te acercaste a esos malaconductas, ¡te encierro de por vida en el retén de menores! Es que ellos se la pasan flipados. Y a ella no le gusta la vagabundería. Bastante tuvo con perder a su hijo por causa de esa desgracia.

Frente a mis ojos flotan unos papagayos de colores. El marido de mi tía me hizo uno pero no voló. Se emperró en que no hacía falta comprar papel finito del que usan los muchachos cuando los arman y lo forró con periódicos. No voló. Él subió los brazos todo lo que pudo para despegarlo del piso pero no voló nada. Nada de nada. Entonces mi tía le encasquetó al marido el sambenito de tarado. Luego lo batuqueó por la cabeza. Después él se puso a decir que me comprará uno que ya venga listo con su cabuya de nailon si le pagan el bono y los sueldos caídos.

A esta hora sólo se ven mujeres por las escaleras. Bajan a llenar los tobos en el chorrito que acomodaron los de la alcaldía: Para que puedan tener agua corriente los ciudadanos que viven en este sector. Así fue como dijeron. Por allá viene la gorda de las conservas aguantando su bandeja en la cabeza.

Me gustan las de guayaba pero mi tía no quiere darme plata para que no aprenda a malgastar. Un día voy a colgarme en aquel palo de mango: cuando ella pase se las raspo y me las como aunque la parásita se me ponga así de larga.

A la derecha también esperan unas personas: en ese rancho vive una vieja que le ha ido bien en la vida a punta de engañar a cuanto prójimo la visita. Cuando el viento se levanta trae de esa casa una peste a tabaco y a velones chorreados que hasta los zamuros salen espavoridos. Como si los espíritus que a la vieja se le meten en el cuerpo se fugaran todos juntos. Entonces los vecinos vienen con el chisme de que a esa bruja la vamos a denunciar porque no es santera sino cuentera. Y que a toditos les sacó los reales y nunca les pegó nada del futuro.

Todo el tiempo no es así.

De vez en cuando se para un camión en la entrada de la escalera y aparecen los verdes con tremendos hierros colgando para bajar aquel pocotón de guacales atapuzados de comida. Luego los meten en casa de la vieja como si vinieran a montarle una bodega particular. Pero esa fiesta no es gratis: con ella se consulta un candidato que trabaja en la gobernación.

La mujer le acomoda los problemas y él le manda esos mercados de puro agradecimiento. Aunque ella no tiene un pelo de tonta: muchos se quejan de que cobra los ensalmes por adelantado. Mejor no sigo pensando en los cajones de la espiritista porque el hambre se me dispara.

Me parece que el malandro demora mucho. No importa. No tengo prisa. ¡Pero la vecina que no se olvide de entregarme lo que ajustamos antes de subirme aquí!

III

Anoche cayó un aguacero bien jodido. A mi tía le entró el pánico y tuvimos que sacar los macundales al patio. Ahora se están secando mientras duermen ella y el marido. No pegaron un ojo por causa de la lluvia. También yo quiero dormir pero no puedo: la vecina volvió a contratarme esta mañana. Y esa tipa siempre cumple con la paga. Claro que no recibo todo el cazabe y el queso que imagino pero ella se inclina para cortar un pedacito de cada cosa y mostrándome las tetas se ríe diciéndome a gozar, mi hijo querido, que el mundo se va a acabar.

Mi tía Usebita todo el tiempo repite que un trabajo debe cuidarse cuando se consigue: Es raro que en estos tiempos a alguien le salga una oportunidad. Eso es muy cierto. A su marido ella le compone tremendos guisos y a cambio él sólo tiene que ocuparse de mirar la puerta para reventar a carajazos a los rateros por si a esos desgraciados se les ocurre saquear lo que tanto te costó bregarte, Usebita, desde que llegaste a trabajar en la capital. De todas maneras ella no sabe que estoy aquí cuidando este chancecito que me ha dado la vecina. Si se entera es capaz de levantarme el cuero con la suela de su cotiza.

Ahora mismo siento como si los ojos se me estuvieran poniendo gordos. Me pican mucho. Está pegando una solanera pero igual quiero arroparme. Tengo sueño. Sin darme cuenta me voy durmiendo y mi cabeza va bajándose. De pronto siento que estoy cayéndome por el barranco y despierto angustiado del puro susto. Mejor será que abra los ojos.

Hoy las escaleras están vueltas leña: el agua las lavó. Las rayas se le borraron. Hay escalones gordos y escalones flacos y partes donde ni escalones hay. La gente sube y baja con los zapatos en la mano. Los pies se hunden como si el barro quisiera tragárselos. Y la quebrada no para de sonar: da miedo el ruido que hace.

Mi mamá pegaba gritos allá en el llano cuando escuchó la crecida del río. Ella me ayudó a subir a un árbol. Después siguió dando voces para que alguien le tirara un mecate pero la bulla del río le tapaba la boca. Luego el agua se puso fuerte y la arrastró. Yo la vi dar vueltas cabeza arriba y cabeza abajo hasta que quedó toda desaparecida. A mi tía le dijeron que a mi mamá la encontraron como a la semana con una gusanera metida en el cuerpo cuando el río ya se había puesto igual de tranquilo que está siempre.

En aquel entonces los rescatadores de la defensa civil me dieron una cobija porque me damnifiqué. La tengo en el catre donde mi tía. Me la hubiese traído a escondidas si llego a saber que esta piedra era tan dura. Otra vez tengo que sujetarme la cabeza. Se me va a caer.

Y nada que el malandro le suelta las tetas. Un día la vi. A la vecina. Las tiene como melones. Así de grandes. Con las punticas paradas como los cachos de los toros. Y camina meneándolas.

Pobre concubino. Ahorita si es verdad que se fregó sin poder subir por ninguna parte: alguien se llevó las escaleras para otro sitio. Ya no las veo ahí ni veo nada tampoco y no sé para dónde fue que mudaron los escalones.


IV

Esta mañana los de la patrulla se llevaron preso al concubino. Ayer me quedé dormido. Él llegó y cortó a la vecina en pedazos con el machete de abrir los cocos y arreglar el monte.

Pegué un salto con los gritos. Me puse todo cagado sin saber qué hacer. Se escuchaba un espanto tan grande que mis patas se entiesaron.

No podía moverme creyendo que la piedra donde dormía se me había subido encima. Mi tía y el marido aparecieron en pelotas con las caras desteñidas: ella sacudía las manos mentando a las ánimas del purgatorio y él arrastraba los pantalones repitiendo carajo negra esta vaina yo la veía venir.

Todo el mundo subió a ver qué pasaba. Al llegar entraban en casa de la vecina y salían horripilados diciéndole asesino al concubino. Él tenía sangre por todas partes y lloraba gritando maldita puta.

Más tarde mi tía Usebita comentó que el malandro salió pirado. El concubino no alcanzó a pescarlo. Menos mal. Lo hubiese descuartizado igualito que a su mujer. Y que ya sabía ella que aquel asunto iba a terminar de esa manera.

En resumidas cuentas: la vecina palmó y ahora caminamos despacio por el medio de la calle que termina en el cementerio.

Delante van los muchachos que vuelan los papagayos pero vestidos con faldas cargando unos lamparones. Luego viene el cura repitiendo dale Señor el descanso eterno. Y los del barrio vamos detrás de la caja contestando que brille para ella la luz perpetua. Es parecido al enterramiento de mi mamá pero con más personas haciendo filas.

Algunos familiares de la vecina no paran de mandar berridos llorando como si los machacaran. Piden que encanen de por vida al criminal. ¡Que ese desgraciado pague por la vaina que nos echó! Lo van a linchar si lo dejan salir del penal. Se nota que esa gente no escucha la radio: el otro día acomodaron una ley que perdona unos años de jaula al pendejo que encuentre a su hembra con otro y la vuelva un mazacote.

Por los cachos que aguantó. A mi tía esa justicia le parece injusta: ¡Te corto las bolas si te pesco puteando! Porque ¡yo también tengo mis derechos!, le dijo al marido. La santera asegura que vio sangre en el tabaco y con tiempo se lo advirtió a la vecina: No putees tanto, mi hijita, que el hombre tuyo es jodido. Los narcos van a la derecha y parecen no estar de acuerdo: Que va, hermano querido, para mí ese concubino no le daba a la mulata lo que le tenía que dar.

Usebita los mira con rabia pero seguro piensa éstos tienen razón. El marido va callado agarrándola por la cintura como si tuviese miedo de parecerse al concubino. La gorda de las conservas se queja por la pérdida de la mercancía: Que Dios la tenga en su gloria pero ella nunca me canceló por el mal hábito de gastarse los reales rumbeando con ese desadaptado social.

Detrás de nosotros arrastra los pies la comadre. Va callada. Muda. No dice ni pío. Todos saben que fue ella quien avisó al concubino pero nadie se atreve a retorcerle el pescuezo.

Vieja bocona. Por su mala mierda otra vez me quedé sin comer. Encima este calor cada vez más arrecho por culpa del trapero negro que se ha puesto la gente para acompañar a la fallecida. Y lo peor es el hambre. La barriga me suena desde temprano. Apenas bebí un guarapo en el sitio donde hicimos la rezadera.

Repartieron una sopa levanta muertos pero no tuve suerte: se la engulleron los güelepegas antes que los sacaran a patadas del local. Me pregunto si será mucho problema ir a meterme en aquel rancho. Tal vez nadie quiera ese cazabito con el zaperoco que se armó.

A fin de cuentas mi tía no sabe que yo acepté trabajar de vigilante y me quedé dormido. Lástima de queso guayanés. Se va a llenar de gusanos.

Es cierto que no cuidé la escalera todo el tiempo pero un buen rato sí estuve mirándola. ¿Quién la manda a ser tan zorra justo después de un aguacero? Me voy derecho donde jodieron a la vecina nada más terminemos de echarle la tierra.

¡A tragar, mi hijo querido, que el mundo se va a acabar! De todas maneras si no me lo lleno yo, nadie vendrá a llenarme el buche como hace mi tía Usebita con las gallinas que compra en diciembre.

Julia Almecija

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